lunes, 8 de agosto de 2011

“Gritos en silencio” de Isabel Córdova


Nelson Manrique

Un camión del Ejército marcha desde Lima hacia Ayacucho atravesando la Sierra Central. En él viajan siete inculpados por terrorismo celosamente vigilados por guardias armados. Un oficial y el subalterno que maneja el vehículo ocupan la cabina separados de los demás, y son los únicos que saben a ciencia cierta cuál es el destino de ese viaje macabro, mientras los prisioneros se debaten entre la incertidumbre, el terror, la esperanza y sus recuerdos, frágiles agarraderas para aferrarse a la vida. Los azares del viaje constituyen el lienzo sobre el cual se despliegan, a través de un diálogo en sordina, las historias de los prisioneros, en su mayoría víctimas inocentes de un vasto enfrentamiento cuya expresión inmediata es la guerra entre una organización subversiva y las fuerzas del orden, pero cuyas raíces se hunden en un sustrato de injusticias históricas largamente maceradas. En la trama de diálogos entre las víctimas que marchan a la muerte se despliega la imagen de un país marcado por la explotación secular, la discriminación, el racismo, el abuso de los poderosos, la utilización de los aparatos del estado como instrumento para perpetuar un orden injusto y la total ausencia de derechos de la gran mayoría de los peruanos.
Tal es, gruesamente, la trama de “Gritos en silencio”, la novela que la escritora huancaína Isabel Córdova presentó en la III FELIZH. La violencia política que desangró al país durante las dos últimas décadas, del siglo pasado, constituye un tema fundamental para entender la naturaleza del orden social construido durante los dos últimos siglos en el Perú. Se trata de un tema que suele ser escamoteado en los debates sobre quiénes somos y qué deberíamos hacer para romper el círculo vicioso en que se encuentra encerrada la vida de millones de peruanos que ven clausurados los caminos hacia su realización personal, el logro de sus metas individuales y familiares, y la construcción de un orden social justo, en el cual todos pudiéramos realizarnos. A las injusticias históricas acumuladas, la guerra interna añade el componente ominoso de la impunidad con que actúan policías y militares, violando los derechos de los desposeídos, disponiendo a discreción de sus vidas y su patrimonio. El grueso de los sentenciados, que progresivamente van cambiando a medida que toman conciencia de que marchan a la muerte, son víctimas inocentes envueltas en la vorágine de la violencia en un país que se desangra en una guerra fratricida. En la generalidad de los casos, el delito de los infelices ha consistido en reclamar derechos, denunciar iniquidades o, simplemente, pretender que su voz se escuche. La guerra contrasubversiva se constituye en una excelente coartada para acallar todo tipo de disidencia y para aplastar cualquier asomo de reclamo. Basta ser acusado de "terrorista" para perder todos los derechos, y ser atrapado en un engranaje diabólico del cual es imposible escapar.
La metáfora del viaje ha sido ampliamente explorada en la literatura. El desplazamiento físico a través de un territorio permite el despliegue discursivo de los procesos personales y sociales que envuelven a los viajeros. Cada punto del itinerario a lo largo de la Carretera Central se constituye en un nudo dramático que va tejiendo la trama del vasto tejido social peruano, dentro del cual toma sentido el drama individual de los protagonistas. El viaje tiene también carácter iniciático, de toma de conciencia con relación a un entorno social que, hasta ahí, ha sido sufrido y ahora se convierte en un objeto de reflexión.
A través de las vicisitudes de los viajeros de este viaje macabro, se despliega, como una gran metáfora, la imagen de un país donde no hay ciudadanos; donde unos tienen deberes y no tienen derechos (y entonces son súbditos) y otros sólo tienen derechos y no tienen deberes (y entonces son privilegiados). En el orden social de los privilegiados cualquier reclamo, queja o demanda de derechos es subversiva; por eso, los pasajeros del camión están sentenciados. La progresiva toma de conciencia de que ese es el destino final invita a los sentenciados a reflexionar sobre su vida, sobre los suyos, sobre un orden social que los convierte en víctimas propiciatorias.
Es ilustrativo comparar la forma cómo ha sido abordado el tema de la violencia política en los países del Cono Sur, donde el destino de las víctimas es vivido como una herida abierta que compromete a las sociedades nacionales en su conjunto, y la desatención dominante en el Perú con relación a qué significó la violencia, y la indiferencia con relación al destino de sus víctimas. Resulta inevitable pensar en la manera como las fracturas étnico raciales que dividen al país marcan la manera de relacionarnos entre los peruanos. A pesar del encomiable esfuerzo desarrollado por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación para elaborar un informe que reseñara lo vivido en esas décadas terribles, quedan muchos hechos por dilucidar. Para sólo mirar al entorno inmediato, aún hoy, a dos décadas de esos hechos sangrientos, no se sabe siquiera a ciencia cierta cuántas fueron las víctimas mortales de la violencia política entre los profesores, estudiantes y trabajadores de la Universidad Nacional del Centro del Perú. Sabemos que fueron más de un centenar, pero el trauma de la violencia aún no procesado ha impedido ahora individualizarlos; darles un rostro, incorporarlos a nuestra memoria histórica. En este punto es necesario rendir homenaje a la inteligencia, la entrega, la voluntad y el coraje desplegado por nuestro desaparecido amigo Carlos Iván Degregori en la elaboración del informe final de la CVR, el referente obligado de que debiera partir cualquier indagación sobre ese pasado doloroso.
Debemos agradecer a Isabel Córdova la novela que ahora nos entrega, una importante contribución a la tarea, que debiera comprometernos a todos, de construir una memoria histórica compartida de esos tiempos terribles.

En la generalidad de los casos, el delito de los infelices ha consistido en reclamar derechos, denunciar iniquidades o, simplemente, pretender que su voz se escuche.


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