Jorge Jaime Valdez
Hay peruanos por todo el mundo, y
también huancaínos; sin embargo, pocos
pueden mostrar que estudiaron arte en Berlín y Londres, que sus trabajos
y retrato aparecen en antologías de los mejores artistas jóvenes europeos, o que
expusieron su obra en galerías de Alemania, España, Inglaterra y Eslovenia,
como es el caso de Antonio Gonzales Paucar.
Oriundo de Aza, es el hermano menor de
una familia notable de artistas imagineros y nieto de don Pedro Abilio, maestro
de la artesanía peruana. Probablemente, de él haya heredado el arte que corre
por sus venas como otra sangre. El artista firma como Antonio Paucar para
revalorar sus raíces andinas e identificarse con una cultura que admira con
devoción, y en vista de que Gonzales es un apellido muy conocido en el viejo
continente.
Hace una década, Antonio dejó el arte
popular y su patria para migrar a la lejana Alemania; no práctica la imaginería
propiamente, pero es un “curioso” como el abuelo. En los pueblos del ande, el
“curioso” es el artista, el ingenioso, que sabe y hace de todo. Esta capacidad
de asombro, propia de los niños, hace que Toño siga creando y sorprendiendo por
lo irreverente, lúdico, diferente y conceptual de su arte.
Hace instalaciones y performances, maneja el video y la
fotografía, el teatro y la danza, la música y el dibujo, convierte lo cotidiano
en extraordinario; vive y bebe del campo, de su pueblo, de su gente, del olor a
tierra mojada, de las flores de retama, del olor a eucalipto o de las abejas
que rondan ruidosas por su casa de Aza, muy cerca de Huancayo, pero que aún
conservan ese paisaje andino que uno recuerda cuando se encuentra lejos.
Es difícil mostrar de manera impresa
su trabajo, porque no solo son imágenes, sino sonidos, olores, sabores y
texturas. Como, por ejemplo, esas miles
de larvas de mosca que forman una silueta humana que pronto se dispersa y
desintegra en alusión a la corrupción de la carne en “Descomposición
figurativa”. Una rueda de bicicleta se convierte en un curioso y lúdico
homenaje a Marcel Duchamp en “Marcelinho”.

En otro de sus trabajos, el propio
artista se sepulta, literalmente, con la tierra fértil de su chacra en
“Protéjame”. Su mano se convierte en un
candelabro y su cuerpo en altar, sus dedos arden en una suerte de ritual
católico y pagano en “Altar”. En “Danzando con mis luciérnagas”, uno de sus trabajos más
celebrado, vemos la silueta del artista,
en la profundidad de la noche, danzando con luces, que aparecen y desaparecen
con la fugacidad que tiene la ilusión y la alegría. Nos recuerda a las fiestas
patronales o al propio vuelo de las luciérnagas en las noches serranas, donde
el cielo estrellado se refleja en las intermitencias de estos insectos
sorprendentes, convirtiéndose en una metáfora hermosa sobre la levedad del ser
y la vida.

El arte de Antonio Paucar es
impresionante y da cuenta de un espíritu libre, imaginativo, noble, generoso,
místico y sensible, donde, a pesar de la distancia, su cultura andina está
siempre presente, fusionada con la europea, como se puede ver en una performance que hizo el año pasado en
Lima, llamada “Trasfusión” que, valiéndose de sorbetes y vino, teniendo como
único fondo una pared blanca que se mancha por el rojo del licor, como si fuera
sangre, nos hace reflexionar sobre el cuerpo, la guerra, la violencia política
y la vida.