Gerardo
Garcíarosales
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Foto: Jorge Jaime Valdez |
Hace unos días, cuando me encontraba
en la sala de exposiciones de la Beneficencia Pública
de Jauja, en el homenaje que la
Casa de la
Literatura peruana, al lado de una brillante juventud,
“Xauxa, tiempo y camino”, le tributara, con la calidad que debe tener una
reunión de cultura, a nuestro Edgardo Rivera Martínez, tuve la oportunidad de
conocer a dos personas, bastante jóvenes, y muy bien enteradas del movimiento
literario de nuestro país, con las que entablé una breve y amena charla.
Para sorpresa mía, ambas jóvenes eran
las hijas de Rivera Martínez. La mayor era Oriana y la menor María Alejandra,
quiénes, como es de rigor, me preguntaron: «Y, ¿cómo fue que usted conoció a
nuestro padre?» La respuesta quedó detenida hasta hoy:
Cursaba el tercer o cuarto año de
primaria en el Colegio San José de Jauja. Precisamente, fue una de aquellas
mañanas de recreo cuando lo vi por vez primera. Edgardo, en aquel entonces
alumno de la secundaria, departía una amena conversación con los maestros Pedro
Monge y Miguel Martínez Saravia, reunión que me pareció muy especial, pues los
jóvenes estudiantes suelen disfrutar del recreo, acudiendo a los cafetines,
jugando o conversando entre ellos de cosas que interesan a su edad, pero no suelen
tener conversaciones amenas con los docentes.
Realmente, aquella reunión quedó
grabada en mí, pues supuse que también aquel joven, serio y mesurado, tenía
algún acercamiento con la literatura, pasión que había prendido, en mi aún
pequeño corazón, su germen vitalizador. Don Miguel y don Pedro, alguna vez
habían estado en casa de mi padre, junto a otros escritores mayores, a quienes
yo admiraba con profundidad: Clodoaldo Espinoza Bravo, Sergio Quijada Jara,
Algemiro Pérez Contreras, Armando Castilla Martínez, Jaime Galarza Alcántara y
Luis Caparó Valdiglesias. Mi pequeño mundo estaba al contacto de otros mundos
mayores, y había descubierto en el colegio que esta pasión ahora era compartida
por otro estudiante adolescente.
Desde aquel día, nunca perdí de vista
a Edgardo. Recuerdo que los sábados por la tarde, domingos o feriados, cuando
jugaba en la puerta de la casa de mis abuelos, veía a estos tres inolvidables
personajes de las letras, enrumbar unas veces, hacia los campos de Pancán o
Chunán en busca de la sana frescura del diálogo y el esparcimiento espiritual,
y otras, hacia los confines de Yacurán, de donde venía el agua más pura que he
tomado hasta hoy.
¿Cuál era el tema que hilvanaba tan
largas conversaciones? ¿Acaso el mundo mágico de la oralidad andina trasponía
los linderos secretos de don Pedro Monge e incubaba nuevos derroteros? ¿Quizá
aquellos campos se llenaban de pláticas exquisitas de asuntos lingüísticos
planteados por don Miguel? ¿O alguna otra magia que destila el paisaje jaujino?
Tiempo después, nuestro entrañable
amigo y pintor Hugo Orellana, por aquel entonces catedrático de la Facultad de
Arquitectura de la UNCP,
me presentó a nuestro singular novelista, y en aquel perfil reconocí al
adolescente escolar a quién había admirado en mi niñez y hoy estrechaba su
mano.
Muchos años después y a lo largo de
encuentros esporádicos, pero fructíferos, asistí a este homenaje realizado por
una nueva hornada de jóvenes impetuosos y maravillosos, sencillamente, que
poseen una nueva visión de la literatura, del quehacer artístico-cultural, y
que con justicia han brindado este merecido homenaje a uno de los grandes
maestros de la literatura peruana: Edgardo Rivera Martínez, orgullo nuestro.