Carlos Yusti
William Cuthbert Faulkner (EE.UU: Misisipi, septiembre de 1897 - Byhalia, julio de 1962). Premio Nobel de Literatura 1949. |
El escritor que mitologizó el sur
norteamericano sería una excelente calcomanía para William Faulkner. Es además
uno de esos escritores que hay que leer de joven, tiempo en el cual ese deseo
hormonal de encarar la literatura en mayúscula va unido a cierta irreverente
fortaleza para leer y releer esos pasajes abstrusos y llenos de complejidades
(u olvidos) gramaticales tan propios de su manera de narrar. No sin cierto
desdén respingado, el crítico literario Edmund Wilson escribió que «los pasajes
ininteligibles por culpa de una profusión de pronombres, o que hay que releer
por deficiencia de la puntuación, no son resultado de un esfuerzo por expresar
lo inexpresable, sino los efectos de un gusto indolente y una labor negligente».
En una entrevista le preguntaron cómo
empezó su carrera de escritor y respondió: «Yo vivía en Nueva Orleáns,
trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero de vez en
cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes, solíamos caminar por la
ciudad y hablar con la gente. Por las noches, volvíamos a reunirnos y nos
tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes del
mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente,
volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si esa era la vida de un escritor,
entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida
descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no
había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi
puerta —era la primera vez que venía a verme— y me preguntó: “¿Qué sucede?
¿Está usted enojado conmigo?”. Le dije que estaba escribiendo un libro. Él
dijo: “Dios mío”, y se fue».
La vida de William Faulkner era así de
una mínima tensión. Estuvo abrazado a la botella a lo largo de sus días o como
él escribió: «La bebida no construye el estilo, pero lo acompaña. Hay una
sinuosidad detectable, una longitud de párrafo, una bruma que espesa la
sintaxis, una elaboración de imágenes que nunca definen sus contornos y que se
suceden y encabalgan mediante asociación libre».
Entre libro y libro iba de un empleo a
otro. Fue repartidor, caletero y hasta estuvo en la gerencia de un burdel.
También fue guionista en ese otro burdel, que vende y compra ardores y
arrebatos al mayoreo: Hollywood. Ah, le dieron el Nobel de literatura por su
obra un tanto irregular, pero implacable a la hora de convertir lo humano en
una tragedia con inusuales resonancias de apocalipsis.
Murió un 6 de julio de 1962. En sus
libros se encuentra lo humano en eterna tensión con el entorno y con esas
pasiones que nos guían y a veces parecen desbordarnos. A Vladimir Nabokov le
irritaba hasta el paroxismo la frondosidad y ramificación profusa de sus
“imposibles estruendos bíblicos”, cuestión, que para el escritor ruso, dañaba
su prosa y lo hacía un tanto inleíble/infumable.
Su estilo influyó en una buena porción
de escritores latinoamericanos. Hoy, su manera de narrar es una rareza que
todavía puede aportar algunos trucos a la hora de convertir la vida en una
parábola literaria con sus confusos meandros apocalípticos, con ese
incomparable estilo de profeta borracho escribiendo esos largos pasajes libres
de puntos, martilleando en esas máquinas de escribir portátiles, a pesar de la
bruma espesa de la resaca. Por eso siempre digo Faulkner, por favor, doble y
con hielo.
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