Manuel F. Perales Munguía
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Foto: Andrés Mendoza |
«Entierran (…) con estos
cuerpos [de sus difuntos] todas las comidas secas que ellos usan —y échanles açua en la sepultura, que es su bebida—, llamándolos por sus
nombres». Con palabras como éstas el clérigo español Bartolomé Álvarez
describió las prácticas de veneración a los difuntos entre las poblaciones
indígenas de Los Andes en 1588, a puertas del inicio de las campañas de
extirpación de idolatrías con las que la Iglesia Católica de entonces buscó
destruir las religiones nativas en esta parte del continente.
Poco antes, en 1583, el licenciado
Juan Polo de Ondegardo, en su Instrución
[sic] contra las ceremonias y Ritos que
usan los Indios, anotó algo importante sobre las poblaciones andinas
antiguas: «Creen (…) que las cabeças de los difuntos o sus phantasmas, andan
visitando los parientes, o [sic] otras personas en señal que han de morir, o
les ha de venir algún mal». Sin duda, este testimonio nos remite a la
importancia simbólica de la cabeza humana en Los Andes precoloniales, en el
plano religioso, pero también político y social, como arqueológica y
etnográficamente han documentado los trabajos recientes de Denise Arnold y
Christine Hastorf para el caso boliviano, donde cada domingo posterior al Día
de Todos los Santos muchísima gente lleva a sus “ñatitas” (cráneos humanos que
guardan en sus hogares) a “oír” misa y recibir el agua bendita, todas
engalanadas con flores, como también ha reportado Gerardo Fernández.
El carácter pan-andino de las citadas
prácticas de veneración a los difuntos, y particularmente a los cráneos
humanos, se expresa en la existencia de rituales como la misa de Tullupampay,
celebrada los días 03 de noviembre de cada año, en el cementerio antiguo del
pueblo de Chongos Bajo en el Valle del Mantaro. Vinculada a una antigua
costumbre local en torno a la limpieza del cementerio y al re-enterramiento de
osamentas humanas halladas como producto de dicha actividad, en la actualidad,
esta celebración tradicional congrega a numerosas personas de la zona que
todavía mantienen una arraigada creencia en el poder protector de los cráneos
humanos que conservan en sus hogares. Tales cráneos, o “almitas”, pueden ser de
parientes, o simplemente de gente desconocida. Es por esto que se les suele
llamar por su nombre, o sencillamente “panchitos” y “avelinos”.
Estudios realizados por el
investigador Agustín Rodríguez y el suscrito sugieren una estrecha relación de
reciprocidad entre el “almita” y la persona que la guarda en su vivienda.
Aquélla se revela en sueños y a través de ciertas manifestaciones especiales en
la vida cotidiana, y mientras es cuidada con cariño y sobre todo con fe,
brindará protección frente a robos que podría sufrir la casa o hasta las
sementeras. En otras ocasiones puede anunciar la ocurrencia de ciertos
acontecimientos, asustar al incrédulo e incluso favorecer el triunfo en alguna
actividad profana como un partido de fútbol. De algún modo vemos que en todo
esto existe relación con las creencias observadas por Polo y Álvarez hace más
de cuatrocientos años.
Por otro lado, en la perspectiva
desarrollada por Manuel Marzal y otros autores, la misa de Tullupampay
representa un ejemplo único de catolicismo popular que se ha desarrollado
vigorosamente a partir de procesos peculiares de sincretismo cultural y
religioso, donde elementos andinos y cristianos occidentales se han imbricado
de modo complejo. Por ello, esta manifestación debería ser investigada a fondo
y reconocida como Patrimonio Cultural de la Nación. Confiamos en que así sea
pronto.
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