Jhony
Carhuallanqui
Foto: Josh Lederman |
Cuando en 2009 el Premio Nobel de la
Paz fue concedido a Barak Obama, muchos quedaron sorprendidos (o decepcionados)
y cuestionaron tal mérito, pues era atrevidamente opuesto al testamento de
Alfred Nobel, en el que se establece que tal distinción correspondería «a la
persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las
naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración
y promoción de procesos de paz».
Por aquel entonces, EE.UU. lideraba
una ofensiva contra Afganistán e Irak que tuvo como colofón la ejecución de
Saddam Hussein y luego la de Osama Bin Laden, que si bien eran sujetos
despreciables por sus prácticas terroristas (incluso contra la población
civil), debieron ser juzgados en procesos “más transparentes” ante la comunidad
internacional, que al margen de querer una sanción ejemplar, no debe desconocer
los derechos fundamentales que todo individuo tiene.
La indignación fue mayor cuando al
recibir el premio, Obama justificó la “necesidad” de las guerras y planteó la
teoría de la “guerra justa”, además argumentó que la “no violencia” de Gandhi o
la de Luther King no habría detenido a Hitler y que no serviría contra Al
Qaeda, desmereciendo así las iniciativas organizativas creadas justamente para
evitar estos hechos, como es el surgimiento de la Organización de las Naciones
Unidas (ONU), cuyo objetivo principal es la de «garantizar la paz y seguridad
internacional» y buscar los medios necesarios para resolver los conflictos y,
de ser necesario, ver los mecanismos de sanción en base al derecho
internacional.
Ahora la decisión de Obama de atacar
Siria, fundamentada en la “sospecha razonable” de que el gobierno de Bachar Al
Asad habría utilizado armas químicas contra los rebeldes, causando la muerte de,
al menos, 1400 personas entre mujeres, ancianos y niños, no tiene el aval de la
ONU; es más, este organismo debiera autorizar —sólo en una situación extrema—
la intervención militar, por lo que la actitud “matonesca” de EE.UU es un
desconocimiento descarado al organismo de paz mundial más importante que agrupa
a 193 países del orbe.
Al final, si existen evidencias del
uso de estas armas, los responsables tendrán que ser sentenciados, pero ello no
implica arrasar con ciudades y sembrar más llanto en cientos de civiles ajenos
a los excesos de los que ostentan el poder.
El problema no se resuelve con tan
solo retirarle el Nobel a Obama (como ya se propuso), o que China y Rusia
apoyen a Siria para “equilibrar” el conflicto, sino que pone sobre el tapete un
problema mayor: la ineficiencia del derecho internacional para prevenir este
tipo de situaciones y su ineficacia para resolverlo, pues la razón de la
comunidad internacional es justamente crear los mecanismos disuasivos
pertinentes.
Es paradójico hablar de guerra precisamente
a puertas del Día Internacional de la
Paz, instituido por la ONU, que se conmemora el 21 de septiembre
(anteriormente era el 3er. martes) y que busca «reforzar los ideales de paz en
todas las naciones y pueblos del mundo», fomentando
y fortaleciendo un espíritu de diálogo y tolerancia como umbrales de una paz
perdurable que, por derecho y razón, merecemos.
Dicen que la lección más importante de
la historia no es sólo saber qué pasó, sino cómo evitar que se vuelva a
repetir: ¿hasta cuándo el conflicto Israel - Palestina derramará más sangre?, ¿hasta
cuándo habrá guerras en Somalia o Birmania?, y es que lamentablemente no
terminamos de entender, después de tanto tiempo, la reprimenda de Luther King: «Hemos
aprendido a volar como pájaros, a nadar como peces, pero no hemos aprendido el
sencillo arte de vivir como hermanos».
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