domingo, 29 de septiembre de 2013

COLUMNA: UN MUNDO PERFECTO

El conjuro

Jorge Jaime Valdez


El cine de terror tiene una larga tradición y repite fórmulas desde el cine silente. Pocas cintas escapan del estereotipo, de lo esquemático. El malayo James Wan, después de haber hecho una cinta gore como Saw, se desmarca de lo convencional y nos presenta dos películas muy parecidas, la notable Insidious, que aquí se llamó La noche del demonio y la cinta que nos ocupa, El conjuro.
La trama es similar a los filmes del género: una familia compuesta por cinco niñas y sus padres se muda a una casa enorme y, de a poco, empiezan a ocurrir cosas extrañas. Ante la impotencia del padre por controlar los sucesos, contratarán a dos esposos especialistas en casos paranormales. Hacia el final se realizará un exorcismo sin la autorización de la iglesia católica y los espíritus malignos se manifestarán con toda su parafernalia. Descrita de esta forma, la historia no aporta nada nuevo, lo interesante de este trabajo es el tratamiento personal que hace su director, ya lo había insinuado en su película anterior, pero en esta su estilo se decanta y estiliza.
Toda la primera parte de la cinta es estupenda, el terror no es explícito, paulatinamente van sucediendo cosas extrañas: olores pestilentes ocupan la casa, aparecen inexplicables moretones en el cuerpo de la madre, la mascota aparece muerta, los pájaros se estrellan contra la casa, etc. En la aparente normalidad, el miedo va avanzado sigilosamente, la secuencia donde la niña juega a las escondidas con su mamá es muy lograda, así como ese museo de objetos diabólicos que guarda la familia Warren, que sorprende por su sordidez.
Otra cosa que aporta a la atmósfera de la historia es que recrea la década de los setentas. La puesta en escena está muy bien y la música de la época contrasta con la presencia de lo desconocido. La fotografía y los colores vintage le imprimen originalidad a la cinta y la distancian de Insidious. La familia compuesta casi solo por mujeres también resulta algo curioso y que una de las niñas sea sonámbula le suma ambigüedad.
El conjuro empieza a fallar hacia el final, cuando descubrimos el origen del mal y todo se vuelve explícito. El exorcismo, los fantasmas, la música estridente, los objetos que vuelan por los aires, la casa encantada y la madre poseída nos muestran situaciones que hemos visto miles de veces. Seguramente, sin caer en las fórmulas de las cintas de terror al estilo Rec, La bruja de Blair o Actividad paranormal, que juegan al “falso documental” —nos quieren hacer creer que lo que vemos sucedió realmente—. A pesar de esta observación mínima, la cinta de Wan es singular y se ve con mucho agrado. No es efectista sino hasta el final y eso la distancia, considerablemente, de los cientos de películas de terror que se proyectan al año.

El conjuro asusta con inteligencia y el espectador se involucra con la ficción. Es curioso que las personas paguen una entrada para asustarse sabiendo de antemano que lo que verán es una fantasía, una ilusión, como lo es el cine mismo. Quizás la magia del cine esté allí, en ese contrato intrínseco entre el espectador y la obra, en ese pacto silencioso que hace posible que funcione esa gran ilusión, llena de luces y sombras, de historias que se repiten una y otra vez, pero que gracias al talento de nuevos creadores, recrean y aportan para que ese “tren de sombras” siga iluminando nuestras retinas y no se detenga nunca.

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