martes, 17 de abril de 2012

COLUMNA: DESDE EL ATELIER

Cruces y Cristos populares

Josué Sánchez / Diana Casas



Probablemente el símbolo espiritual más conocido de todos los tiempos sea la cruz cristiana. Con su terrible carga de dolor y sufrimiento, representa el camino cristiano a la salvación, la memoria de un Dios que da testimonio de sí mismo no sólo a través de la fe sino también de una experiencia de libertad. La incomprensible libertad de un Dios que se ofrece a la muerte por los hombres.
Sacrificio y redención como ideas generadoras, aparecen ya desde la mitología órfica, indesligablemente vinculadas a la visión occidental del mundo, su orden, su sentido y su ligazón con el Ser. Cristo, su vida y su muerte, como parte de esta visión, aparece como una figura engrandecida por el martirologio de la crucifixión, y es así que dos simples maderos cruzados alcanzan el valor de una verdad por la cual morir. Verdad que bajo este símbolo va extendiéndose y penetrando otras culturas, entremezclando su contenido filosófico con el de otras corrientes doctrinales, conservando su pureza unas veces, constantinizándose otras, adquiriendo nuevos contenidos, encubriendo viejas resistencias.
En el mundo andino, esta cruz, que en la lectura cotidiana pareciera ser de origen cristiano y español tiene, sin embargo, contenidos y significados propios, que hablan más bien de un sincretismo religioso.
Resulta sorprendente que, a la llegada de los españoles, la imposición de la cruz cristiana no encontrara mayor resistencia. Esta aparente facilidad tuvo su origen en la coincidencia entre la forma simbólica de la cruz cristiana y la que se deriva de la unión imaginaria de las cuatro estrellas que conforman la Cruz del Sur, elemento principal en la cosmovisión del hombre andino.
Punto central del firmamento en el hemisferio austral, la observación astronómica de esta constelación tuvo particular importancia en la determinación del ciclo agrícola marcando el inicio y el término de las épocas de cosecha y de siembra. Siendo fundamentalmente agraria la cultura andina, no resulta extraña entonces su fuerte inserción en la estructura del pensamiento andino, que le atribuyó connotaciones políticas y religiosas, además de las astronómicas ligadas al ciclo agrario, enriqueciéndose paralelamente su iconografía.
Políticamente, la Cruz del Sur representaba la división en ayllus, barrios o cuarteles, asumiendo en tal caso la forma simbólica de un rombo dividido en cuatro, cuyo centro constituía la patria.
De otro lado, el surgimiento de un culto estelar a la Cruz del Sur parece estar vinculado a la especulación del hombre andino acerca de la existencia de una quinta estrella en la intersección de las líneas imaginarias que unen las cuatro estrellas en forma de cruz y que representaría al Dios supremo, creador del mundo, que en la cosmogonía andina tomó el nombre de Wiracocha, dios desconocido bajo forma humana o material quien, a la llegada de los españoles y con ellos la figura de Cristo, fue identificado con éste, iniciándose así un proceso de sincretismo entre ambas religiosidades, que aún sigue evolucionando, y del cual dan cuenta los rostros andinos en dolientes Cristos, las cruces con “pasiones” presididas por el Sol y la Luna, los “taita Cristos” con nombres de wamanis, las flores y los productos agropecuarios ofrendados a la Cruz en acción de gracias por la buena cosecha.
Una realidad que los artistas populares han sabido plasmar en cada una de sus obras, recogiendo en ellas el sentimiento místico andino, siempre con su muy particular carga personal. Así, desde una simple cruz de espinas hasta una colorida cruz constructivista, pasando por una cruz de zafacasa o una cruz barroca de imaginería; desde una solitaria cruz de apacheta hasta un esplendoroso “calvario” de iglesia, cada artista ha dejado en cada cruz un trozo de historia, una humana pregunta y un pedazo de vida.

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