Sandro Bossio Suárez
A los siete años me enamoré perdidamente. Y de tres niñas al mismo tiempo. Y con el consentimiento de mi padre, quien patrocinaba –y alimentaba– el triple romance. Era él quien las traía a casa cada semana.
La primera se llamaba Periquita, y era una criatura encantadora, ingeniosa, voraz, un torbellino. Era tan distinta a mí, que me pasaba las tardes cuidando de no ensuciar mis ternitos y corbatas michi para evitarme las palizas de mamá. Periquita era libre, encantadora, pragmática, y casi siempre andaba confundida. Se apellidaba Ritz y era mayor que yo, pues tenía ocho años. Vivía con tía Dorita (esa hermosa rubia de cintura de avispa, parecida a mi hermana Mariella, aficionada a la música country). Periquita había venido al mundo en 1922, de la mano de Larry Whittington, pero tres años después había sido adoptada por Bushmiller. Mi noviazgo con Periquita fue largo y tortuoso.
Yo, enamorado hasta los tuétanos, la celaba con Tito Pérez, un niño calvo y holgazán, inseparable de ella. Creo que las repetidas escenas de celos por causa de este arrapiezo fueron mermando la relación. Así fue como después de un largo romance, terminamos mal, sin hablarnos más (nos cruzamos varias veces en el Facebook, pero ninguno de los dos quiso darse por enterado), porque ella me mintió: no se llamaba Periquita sino Nancy, Nancy Ritz. Y lo peor es que Tito sabía su secreto y los dos me lo habían ocultado.
En fin, nuestro rompimiento fue atenuado por la presencia de mi segundo amor: Lulú Mota. Todos la conocían como La Pequeña, y se trataba de otra traviesa, rapaz y desenfadada niña que todo lo podía. Se parecía algo a Periquita, probablemente en lo lista, pero, a la distancia, la veo más decidida y peligrada. Me encantaba cuando se vestía de “cowgirl” y salvaba la diligencia de unos malhechores con mascada. Cuánto la amé, Dios mío, sobre todo cuando con igual valentía se enfrentaba a la banda del panzón de Tobi Tapia. A él también yo le tenía celos, hasta cierta envidia, sobre todo cuando asumía sus aires de detective y se hacía llamar “La Araña” (“La tarántula”, le decía yo, muerto de celos, cada vez que él lograba resolver un caso, descubriendo al “enemigo público número uno”, es decir a don Jorge Mota, mi suegro). Tobi y su pandilla (Fito, Lalo, Memo, Tino) me caían muy mal, pero no tanto como Pepe del Salto, ese rubio superficial del cual estaban enamoradas todas las chicas (la bella Gloria, Anita, Susi, Cati), inclusive la propia Lulú que tanta fidelidad me juraba, pero, en cuanto lo tenía delante, se derretía como un helado en verano.
Con Lulú, felizmente, no terminamos tan mal, pero, igual, un día tuvimos una grave desavenencia debido a una trastada de Chobi y Robi, los primos de Tobi. Estoy seguro que todo fue planeado por éste, gordo y traicionero, quien después del incidente se me reveló como un felón de mala entraña.
Terminar fue, probablemente, lo mejor, porque para entonces ya mi corazón tenía otra dueña: Mafalda. Con ella viví el amor más imperecedero de los tres. Nuestra relación se extendió mucho más que los anteriores, porque, del impacto inicial, de la gran fascinación que sentía por ella, nació esta pasión que todavía quema en mis venas. La admiración por su inteligencia será eterna. Con ella aprendí a interpretar el mundo, a filosofar sobre las gansadas de la política, a aborrecer las guerras y las dictaduras, a repeler la sopa y a armar trabalenguas con los fideítos de letras. Con ella aprendí cosas sobre el Congo y Burundi. Realmente, fue mi primera maestra y, ahora que lo pienso, lo sigue siendo.
Era menor que yo (me avergüenza reconocerlo, pero solo tenía cuatro años, y de ese modo a mí hasta podían acusarme de pedófilo). Además, recién estaba en el jardín de infantes, mientras que yo ya cursaba el cuarto grado de primaria. Aun así ella me enseñaba cosas: a idolatrar a los Beatles y al Pájaro Loco, a jugar en el parque a los vaqueros, a esconder la sopa y el huevo sancochado, a comer solo panqueques con manjar blanco. Me contaba sus planes de vida: viajaría, estudiaría idiomas y trabajaría de intérprete en la ONU para contribuir con la paz mundial.
Compartió sus travesuras, su idealismo, su quijotería conmigo. También sus amigos. Por buenos años anduvimos juntos en patota: Mafalda, Manolito Goreiro, Susanita (Susana Clotilde Chirusi me enteré que se llamaba), Miguelito Pitti y la diminuta Libertad que a todo le llamaba “morondanga”.
Tiempo después, ya terminando la primaria, me enteré que mi gran amor tenía un papá biológico, que se llamaba Quino y al que todo el mundo adoraba tanto como a ella. Quino, después, se descubrió como el padre más lúcido y brillante de todos los padres de la generación, porque supo insuflarle vida, talento y brillantez a su regordeta y rebelde hija desde 1964. Guille, mi pequeño cuñado, también nos acompañaba. Un día de elecciones (Belaúnde le devolvía a democracia al país), caí sentado sobre Burocracia, la tortuguita de mi gran amor, y ese fue el inicio del fin.
La fractura de mi relación con Mafalda, que ya había crecido y tomaba cuerpo ideológico en defensa del feminismo y la revolución social, fue traumática. Nunca lloré tanto, ni me sentí tan solo, ni perdí el apetito (creo que desde entonces me puse así de flaco) cuando no respondía a mis llamadas.
Al parecer, mi padre se dio cuenta de mi calamitoso estado, así que un buen día llegó a casa y me dijo: “Un clavo saca a otro clavo, hijo, nunca lo olvides”. Y me presentó al cuarto amor de mi vida: Marvila, la Mujer Maravilla. Pero esa es otra historia.
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