Manuel F.
Perales Munguía
Balcón inglés traído en el siglo XIX para la Casa Ráez. Una gran parte de sus elementos se perdieron durante el incendio. |
Hacia mediados del siglo XX, en un
clásico estudio sobre la evolución de las comunidades indígenas en el Valle del
Mantaro, José María Arguedas manifestó su gran entusiasmo frente al crecimiento
demográfico y económico que experimentaba por aquel entonces la ciudad de
Huancayo, a la cual consideró un foco de difusión y resistencia de la cultura
mestiza andina y, por ende, un paradigma que marcaba el derrotero cultural que
debía seguir el Perú en general.
Sin embargo, hoy, a más de cincuenta
años de la publicación de dicho trabajo, nuestra ciudad ha perdido el norte
señalado por Arguedas. El patético caso del incendio y demolición de la Casa
Ráez puede servir como ejemplo de ello.
En primer lugar, es importante
recordar que un aspecto de nuestras vidas tan manoseado demagógicamente como es
la identidad, tiene que ver, como ha indicado Gilberto Giménez, con la idea de
quiénes somos y quiénes son los otros. En otras palabras, se refiere a un
sentido de pertenencia a un grupo social, que se construye, afirma o recrea en
base a las características culturales de dicho colectivo. A su vez, la
transmisión de ello a través del tiempo genera una memoria colectiva que se
convierte en un elemento indispensable para la construcción de la identidad, al
punto que, tal como dijo Julio de Zan, mantener viva la memoria de quiénes
hemos sido y de cómo hemos obrado en el pasado, es lo primero que se requiere
para hacernos cargo de nuestra propia realidad y merecer el respeto de los
demás como hombres responsables.
La construcción de la memoria es un
proceso político que compromete un conjunto de pugnas por la administración de
las visiones del pasado, en tanto que, a su vez, los elementos materiales
tangibles que conviven con nosotros se convierten en poderosos “moldeadores” de
dicha memoria. Por esta razón, entonces, es tan importante conservar nuestro
patrimonio edificado, integrado por numerosos espacios e inmuebles, que en su exquisita
o modesta factura integran un texto abierto que está allí para reconocer
nuestro lugar en los procesos históricos locales y globales, comprender el
porqué de ello, y enfrentar con responsabilidad el futuro.
Esto es indispensable, más aún si nos
movemos en la modernidad “líquida” señalada por Zygmunt Bauman, donde lo fugaz
y la exclusión del otro se han afincado como pautas de vida, en un contexto
caracterizado por la disolución de los estados-nación como estructuras
políticas sólidas.
Como se dijo, hace medio siglo
Arguedas tenía la convicción de que Huancayo era el ejemplo de articulación —¿y
reconciliación?— entre tradición y modernidad, cuna de una población mestiza
con identidades (y con memoria) fuertemente arraigadas.
La destrucción de la Casa Ráez (y la
de tantos otros inmuebles como la capilla de Pichcus) demuestra únicamente que
quienes viven en esta ciudad y, especialmente, sus representantes están
condenándose a una vida de escasa calidad humana, enceguecidos por un miserable
entendimiento de “modernidad y desarrollo”.
Ojalá tengamos capacidad de reacción y
hagamos de Huancayo la ciudad que alimentó en Arguedas la esperanza de un país
con ciudadanía inclusiva, en la cual, la “construcción del futuro de la Nación
Wanka” deje de ser populismo y demagogia barata, y se convierta en una
verdadera línea de acción en políticas culturales y desarrollo social integral.
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