El espanto que no olvidamos
Sandro Bossio
Suárez
La violencia que hemos vivido es, por
mucho, una de las más espantosas de las vividas en el mundo. No se trató sólo
de una revolución. Se trató del episodio
de violencia más intenso, más extenso y más prolongado de toda la historia de
la República, que, además, reveló brechas y situaciones de exclusión en
nuestra sociedad, tal como concluyó la Comisión de la Verdad y Reconciliación
hace una década. Esta comisión estimó la cifra de muertos en sesenta y nueve
mil personas, cantidad que supera el número de víctimas
de todas las guerras internas y externas de nuestra vida soberana, y en quince
mil los desaparecidos.
Aquí, muy cerca de nosotros, vivimos
una realidad obscena. En la Universidad Nacional del Centro, a principio de los
ochentas, el Partido Comunista del Perú realizó un trabajo sigiloso para
seducir jóvenes, la mayoría proveniente de zonas vulnerables, víctimas de la
pobreza, la desnutrición, la pésima educación que siempre sufrimos.
A mitad de la década de los ochenta
empezó a formar militantes. Muchos provenían de facciones como Patria Roja,
Vanguardia Revolucionaria, Pukallacta y Proletario Comunista. Igual que en las
universidades nacionales de Huamanga o Lima, verdaderos caldos de cultivo de la
violencia, el control de los estudiantes más pobres fue tomado desde el comedor
universitario. Allí los jóvenes eran adoctrinados con los discursos clasistas a
cambio de saciar su hambre. El Partido Comunista del Perú, con la armadura
flamígera de Sendero Luminoso, se consolidó hacia 1988, atizando la moralidad
académica y recusando la conducta de algunos docentes.
En esta etapa empezaron las presiones
para, a partir de los concursos de cátedra y las tachas, colocar en el ámbito
académico a quienes más convenía. Paralelamente, a mediados de esta década se
formaron dos grupos en la universidad: Unidad Democrática Popular y Pueblo en
Marcha, agrupaciones de tintes políticos propulsados por el Movimiento
Revolucionario Túpac Amaru. Este establecimiento se dio como el único rival
capaz de enfrentar ideológicamente a Sendero Luminoso hasta que sufrió el revés
de Molinos, en 1989.
Durante los primeros años del gobierno
de Alberto Fujimori el ejército incursionó en la universidad más de una
veintena de veces. Su procedimiento era monstruoso: registraba el campus; fichaba
a los estudiantes, docentes y trabajadores; destrozaba los enseres; detenía a
cualquiera por las mínimas sospechas de terrorismo (incluso pertenecer al
comedor universitario, portar libros de filosofía o figurar en las agendas de
los subversivos). En esa época más de cien estudiantes fueron asesinados y
desaparecieron por acción de las Fuerzas Armadas, y varios docentes murieron a
manos castrenses, entre ellos el vicerrector Jaime Cerrón Palomino.
La ciudad también tembló. Sendero
Luminoso sentó su imperio del terror en esta zona, proclamando la lucha de
clases y dejando sueltos a sus comandos de aniquilamiento que dejaban la ciudad
en tinieblas, asesinaban políticos, policías, profesores. Los atentados en
plena ciudad y en las alturas, donde volaban torres de alta tensión, eran pasto
diario.
Entretanto, en los pueblos más
miserables de la serranía, la guerra silenciosa continuaba: llegaban por las
madrugadas a los poblados, asesinaban a las autoridades, secuestraban a los
niños. Horas después llegaban los soldados, remataban a los heridos, violaban a
las mujeres, enterraban a sus víctimas en grandes fosas comunes.
Y en la Selva Central los pueblos
nativos seguían muriendo de hambre, pero, al mismo tiempo, seguían siendo
hostigados, asesinados, secuestrados para engrosar las filas terroristas. Y el
Estado, incapaz de enfrentar la barbarie, entregó armas a los originarios para
que se defendieran de los sediciosos, pero lo que logró fue desencadenar otra
guerra entre las tribus asháninkas.
Eso nunca más debe ocurrirnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escribe tu comentario aquí.