Lurgio Gavilán
Celestino Ccende, comunero de Iquicha, herido por una facción de Sendero Luminoso. |
Mientras dormía Patrocinia, madre de
Máximo, el hijo le había hablado en su sueño: «Por favor, encuentren a mi
brazo, me duele mucho». Desde esa fecha, 1984, hasta la actualidad, el brazo de
Máximo no aparece. Después de que él fuera ahorcado, su brazo había sido
cortado con un hacha en la puerta de la iglesia por los campesinos de
Auquiraccay para luego entregarlo a las Rondas Campesinas y el Ejército.
Cuando Sendero Luminoso llegó a la
comunidad de Auquiraccay (Ayacucho) a principios de los ochenta, convirtió esta
localidad en Base de Apoyo. Ellos no se resistieron, tampoco había otra opción.
En 1984, el Ejército ingresó a Chungui y los campesinos fueron organizados en rondas
campesinas. Ellos, junto al Ejército, obligaron a las comunidades vecinas a formar
también grupos de “ronderos”.
Pronto, la base de apoyo de Sendero en
Auquiraccay se disolvió. Los mandos —político y militar— nombrados por la
facción terrorista, que eran también campesinos, fueron reportados al Ejército
como desaparecidos; sin embargo, se ocultaban en la misma comunidad.
Conocedores de esta información, los
militares y ronderos de Anco y Chungui exigieron a las rondas de Auquiraccay
entregar el brazo de alguno de los senderistas que se escondían en la
comunidad. Las rondas debían obedecer inmediatamente, por eso, se habían
reunido y acordado matar a Máximo, hijo de Patrocinia y Mamerto, en lugar de los
senderistas.
Cuando asesinaron a Máximo a puertas
de la iglesia, de inmediato, cercenaron su brazo y lo llevaron a los militares,
informando que habían ajusticiado a los terroristas; sin embargo, los seguían
ocultando y, para no levantar sospechas, vistieron a sus mujeres de luto. Las
autoridades militares y los ronderos se habían puesto contentos, pero la grieta
comenzó cuando un campesino dijo: «¡Este no es el brazo de esos senderistas,
este es el brazo de Máximo!»
El desenlace terminó con la muerte de
los insurgentes, también, en la puerta de la iglesia donde murió Máximo. Las rondas
campesinas los habían encontrado camuflados, vestidos de mujer, bailando en la
fiesta patronal de Auquiraccay. Los habían capturado y, de inmediato, conducido
a una base militar; sin embargo, los capturados habían logrado escapar, y
llegaron hasta la puerta de la iglesia donde aún bailaban con arpa y orquesta.
Los campesinos los recapturaron con sogas y los senderistas hicieron un pedido:
«¡Mátennos aquí!», y ahí mismo los ahorcaron en presencia de toda la comunidad.
Esta es una de las historias de
Auquiraccay como de tantos otros pueblos que han sido azotados por la violencia
política.
En un escenario así definido, con seres
actuando a los extremos, con tonos altos en la melodía de los sentimientos, la
crispación de los sentidos hace difícil trazar líneas claras y duras de
responsabilidad de cada quien, lo común son las zonas grises (Primo Levi, 1987)
donde se transponen los límites y sus fronteras entre víctimas y victimarios.
Los campesinos fueron
victimarios, pero al mismo tiempo fueron víctimas. Juzgarlos es sencillo, comprenderlos,
en su sentido más amplio, es complejo.
La familia sigue buscando el brazo
perdido y espera encontrarlo para unirlo al cadáver sepultado en el cementerio.
Los campesinos afirman que si no está completo (el cuerpo que hemos tenido en
vida) o si el ataúd es muy pequeño o demasiado grande, el alma “sufre”, por
eso, se esfuerzan en encontrar y enterrar “bien” a Máximo.
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