Sigo siendo
Jorge Jaime
Valdez
Sigo
siendo,
probablemente, sea el mayor y más sentido homenaje que se ha hecho, hasta la
fecha, a la música popular peruana, sea amazónica, andina o criolla. Es un
documental realizado por el peruano radicado en España, hace muchos años,
Javier Corcuera (Lima, 1967).
A diferencia de otras cintas del
género, aquí no hay narración en off,
tampoco se subtitula los lugares, fechas o personajes que van apareciendo de a
poco. La cinta se abre con la shipiba
(Amelia Panduro, “Roni Wano”) contando mitos y cantándole a la naturaleza, y se
cierra con la misma envuelta en unas imágenes de un lirismo sobrecogedor.
Luego, gran parte de la cinta la ocupa
la música andina: vemos al gran amigo de José María Arguedas y legendario
violinista, Máximo Damián, volver a su pueblo desde Lima para luego visitar la
hacienda donde vivió de niño el escritor de Los
ríos profundos (la abandonada
hacienda Viseca). Antes el músico visitará a la familia Ballumbrosio en Ica, y
con los hijos de don Amador harán una romería a la tumba del patriarca. La
fusión entre el violín andino y la música y zapateo negro es notable y
emocionante.
En paralelo escucharemos los ecos
sufridos, propios del huayno ayacuchano, a través de las voces de Magaly Solier
—que canta en quechua, ese clásico inmortal: Coca Quintucha—, Sila Illanes, Consuelo Jerí, entre otros.
Hay imágenes de archivo que sirven de
apoyo para ver a los que ya se fueron, es el caso de Amador Ballumbrosio —a
quien vemos zapateando—, Arguedas, Chabuca Granda, Felipe Pinglo y otros
grandes de la cultura peruana.
A lo largo del filme podemos respirar,
ver y oír al espíritu de Arguedas, a fin de cuentas, desde el título, es un
homenaje al escritor andahuaylino. El 2004, el Congreso publicó un libro
imprescindible sobre la obra de Arguedas que se llamó Sigo siendo ¡kachkaniraqmi! Textos Esenciales, editado por Carmen
María Pinilla. En un momento hermoso vemos a tres de sus amigos: Máximo Damián,
Raúl García Zárate y Jaime Guardia reunidos hablando del maestro.
Están también los danzantes de
tijeras; seguimos un viaje para hacer el “pagapu” al Tayta Huamani antes de una
fiesta y vemos el bautizo de “Palomita”, una “danzaq” que se medirá en la plaza
del pueblo, en un “atipanacuy” con un “gala” de mayor experiencia (“Chuspicha”).
Las imágenes son hermosas: como si los
dioses ayudarán con la estética de la película, vemos volando un cóndor
mientras suena el arpa de Félix “Duco” Quispe y el violín mágico de Andrés
“Chimango” Lares, que tienen una fuerza y misticismo poderosos.
Hacia el final de la cinta está el
homenaje a los viejos de la música criolla. Carlos Hayre y Félix Casaverde no
vieron la cinta terminada, partieron antes a la jarana que se trasladó de los
callejones de Lima al más allá. Apreciamos a Susana Baca, Victoria Villalobos,
Rosa Guzmán y mención aparte merece la fuerza y presencia de Sara Van, que con
su voz “aguardientosa” nos regala “Cardo o ceniza” —parece una mezcla feliz
entre Joaquín Sabina y una Emy Winehouse criolla—.
Si hay algo que caracteriza a esta
obra, aparte de la belleza de sus imágenes y la calidad de su sonido, es la
nostalgia que está impregnada en toda la cinta. Esa bella tristeza de las
canciones es también un alegato a favor de la naturaleza, del baile, de la
música y de la riqueza musical de nuestro dolido Perú, producto de esa
multiculturalidad que nos caracteriza. «Bailar es soñar con los pies», nos dice
Sabina. Después de ver este largometraje no cabe ninguna duda.
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