Enrique
Ortiz Palacios
Cuando
llegué por primera vez a Huancayo, allá a inicios de los ochenta, tuve que
viajar más de doce horas en un bus destartalado y por una carretera sinuosa,
polvorienta y llena de precipicios. Recuerdo que cada cierto tiempo le
preguntaba a mi padre la hora en que llegaríamos y de veras que me daban ganas
de tener alas para llegar literalmente volando.
Con
nostalgia se han agolpado estos momentos ahora que decidí realizar el viaje con
la familia a la encantadora Huancaya, a orillas del río Cañete (provincia de
Yauyos). Sus maravillosos paisajes, con aguas color turquesa, ríos que se
resbalan de los cerros formando espectaculares y paradisiacos torrentes son
dignos de conocer alguna vez y, lamentablemente, las fotografías o videos no
tipifican su belleza.
Salimos de
Huancayo a las cinco de la mañana hacia Chupaca, acompañados por el moribundo
río Cunas. Cruzar los pueblos de Pincha, Callaballauri, Huarisca,
Angasmayo hasta Roncha, le augura a uno
un viaje tranquilo y placentero hasta que la carretera se torna estrecha como
un gusano.
Sin embargo,
ya estaba decidido el viaje. Llegar a San José de Quero y tomar un caldo de
cordero y luego continuar con la música
de Andrés Calamaro o Willian Luna hasta que nos cruzamos con unas alpacas y
llamas que nos coquetean o nos miran con una arrogante postura. Y ya no
entiendo por qué algunos peruanos se ofenden cuando les dicen “llama”, estos
camélidos mimetizaron nuestra antigua cultura y observarlos, ciertamente, es
para sentirse orgullosos de lo que fuimos, de lo que somos.
Antes de
llegar al abra Negro Bueno, que divide los departamentos de Junín con Lima, se
aprecian unas magníficas lagunas como la de Cuncancocha, patos silvestres y
otros animalitos que todavía no le han perdido ese miedo terrible a los
“in-humanos”. Luego, la carretera, en ciertos tramos, se angosta hasta parecer
un camino de herradura.
Ya casi a
las diez de la mañana se llega al poblado de Tomas y mi amigo Jaime pregunta por un “llantero” o grifo
y lo miran como a bicho raro. Por ahí alguien se anima a decirle que fácil
encuentra uno en Cañete, más tarde descubrimos que no era broma. Seguimos rumbo
a Santa Rosa de Tinco, Alis, Tinco Alis y un desvío de tierra, por fin, a
Huancaya. Ya estamos muy cansados. Estirar las piernas un momento en Vitis,
admirar los precipicios y hacer señales de humo al amigo que hemos perdido hace
una hora, todo ello entre emocionados y atemorizados.
Tres
kilómetros más allá, un pueblito con calles empedradas y riachuelo en medio nos
recibe: ¡ya estamos en Huancaya! y los pocos turistas que por estas épocas lo
visitan nos dicen que lo verdaderamente bello se encuentra en Vilca y, después
de rencontrarnos con los amigos que perdimos y las fotografías de postal, decidimos
continuar a hasta ahí.
Total, ¿qué
son 17 kilómetros más? Pero nos habíamos olvidado que en el Perú del siglo XXI
y con gobernantes que solo se preocupan en la “pachamanca más grande del mundo”
o el monumento al sombrero, al zapato, a la trucha, a la piedra y a cualquier
cosa que justifique el hurto, el último momento del viaje se tornaría el más
largo y peligroso de nuestras vidas, porque a alguien se le olvidó construir
una carretera digna de esos pobladores de miradas adustas que se ganan la vida
honradamente dándoles cobijo a unos asustados turistas a cambio de compartir un
ratito el cielo.
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