Carlos Yusti
Jorge Francisco Isidoro Luis Borges (Buenos Aires, 1899 – Ginebra, 1986). |
La anécdota la
relata Joaquín Marof quien afirmaba que cuando Witold Gombrowicz estaba a punto
de subir al barco que lo alejaría por fin de la Argentina, un periodista le
preguntó: «¿Qué tienen que hacer los argentinos para adquirir la deseada
madurez literaria?». «¡Maten a Borges!», fue la respuesta del autor de “Ferdydurke”
y se embarcó más rápido de lo previsto. Sin embargo, los argentinos no hicieron
caso a la recomendación y ya se sabe el final de la historia.
Trabajé por
algún tiempo en una tienda de electrodomésticos cuyo dueño era un libanés
llamado Pool. A eso del mediodía, engullía alguna bebida fría y luego me
tumbaba sobre las cajas de ventiladores de pedestal a leer los cuentos de
Borges. Fue un aliciente para soportar un empleo mal remunerado —aunque Pool me
trataba con bastante consideración— y en el que trabajaba en ocasiones hasta el
domingo, con razón Oscar Wilde decía: «El trabajo es el refugio de los que no
tienen nada que hacer».
Para comprobar
que aquella moda de Borges, como una onda expansiva, no me agarraba
desprevenido verifiqué en mi caótica biblioteca ocho libros de bolsillos de
este autor, algunas publicaciones de entrevistas y de paso uno titulado “Contra
Borges”, compilado por un tal Juan Fló y de quien era el ensayo preliminar: «Sus
limitaciones le impiden ser un escritor de primera magnitud, lo que podemos
llamar un clásico (…) Esta impotencia está vinculada a su concepción de la
literatura como un reflejo de la eternidad de lo humano y no como la obra de
activa creación que el hombre hace de sí mismo». Los otros artículos buscaban
con lupa las costuras literarias en la obras de Borges para lanzar denuestos
contra un escritor incómodo.
La animadversión
hacia él surge, en primera instancia, por su obra que se estructura a partir de
lecturas —«Me ufano más de los libros leídos que de los escritos»— más bien míticas
y de enorme carga erudita, y porque nunca perdió ocasión para molestar con
frases lapidarias. Por ejemplo, de Lorca dijo que sólo era un gitano
profesional. En Roma, un periodista le consultó: «¿En su país todavía hay
caníbales?». «Ya no, nos los comimos a todos», fue su respuesta. Después aceptó
una condecoración de Pinochet y los suecos, ante todos sus desafueros verbales,
le negaron el Nobel dejando en claro una idiotez digna de figurar en la
historia universal de la infamia.
Borges deseaba
con fervor el Nobel, pero hoy todavía se lee más que muchos de aquellos que lo
obtuvieron. Una vez, Héctor Bianciotti le inquirió si se daba cuenta de que era
uno de los escritores más importante del siglo, y él, con su ironía particular,
como susurrando un grave secreto, contestó: «Es que este ha sido un siglo muy
mediocre».
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