Fernando Iwasaki
Cada vez
que visito un instituto de secundaria dentro del Circuito del Centro Andaluz de
las Letras, llevo siempre conmigo mi viejo ejemplar de “Rayuela” porque nunca falla. «¿A ver qué está pasando aquí?», les
pregunto a los alumnos. Y en cuanto empiezo a leer el capítulo 68 —«Apenas él
le amalaba el noema...»—los muchachos se miran perplejos y luego ya no pueden
dejar de reírse. Ellos no saben por qué «ella se tordulaba los hurgalios», pero
intuyen que se trata de una sensación rica. Ellos ignoran qué diablos son los
«orfelunios», pero comprenden que haya que aproximarlos suavemente. Y los que
no han experimentado «los esproemios del merpasmo» se mueren de ganas. “Rayuela” es el libro más eficaz para
atraer a los jóvenes a la literatura.
Cuando
yo era estudiante universitario, nuestro decano —Luis Jaime Cisneros— conectaba
los altavoces de la facultad de letras y se ponía a leer el capítulo 32 —la
carta a Rocamadour— como si se tratara de un mensaje urgente o un comunicado
oficial. «Bebé Rocamadour, bebé bebé...», sonaba melodiosa la voz de Luis Jaime
y todas las clases se suspendían para mejor escuchar a nuestro decano abducido
por “Rayuela”: «En París somos como
hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde
huele a sebo, donde la gente hace todo el tiempo el amor y después fríe huevos
y pone discos de Vivaldi». Entonces mis ensoñaciones de París no venían de la
fiesta de Hemingway, sino de los saraos de amor y huevos fritos de Cortázar.
Nunca he
querido leer “Rayuela” como una
novela, sino como una suma de fragmentos geniales e inolvidables. Así, existen
los cuentos de Julio Cortázar —perfectos, redondos y fantásticos— y los
fragmentos del linaje de “Rayuela”.
Pienso en “La vuelta al día en ochenta
mundos” (1967), “Último round”
(1969) y sobre todo en su deslumbrante “Historias
de cronopios y famas” (1962). Qué maravilla de libro, qué hallazgo más
extraordinario. Yo no sería el mismo sin “Historias
de cronopios y famas” y “Rayuela”
es una novela sobre la vida de un cronopio llamado Horacio Oliveira. Así, casi
podría decir que existe la literatura de Cortázar y la literatura Cortázar.
¿Por qué
después de cincuenta años seguimos celebrando “Rayuela”? Porque “Rayuela”
colma dos medidas fundamentales: ser tan esencial para la historia de la
literatura como para la misma literatura. “Rayuela”
es uno de los títulos imprescindibles del «boom» —como “Cien años de soledad” o “La
ciudad y los perros”— y una corriente importante del río de la literatura,
con sus propios afluentes y manantiales. Y es que como Joyce o como Kafka,
Cortázar no propone respuestas pero plantea muchas preguntas. Por eso “Rayuela” conserva ese punto iconoclasta
e insolente que irrita y atrae a la vez, y que no es otro que su actitud hacia
la realidad.
En
efecto, “Rayuela” descree tanto de
las teorías como del instrumental teórico disponible para desmontar teorías.
Ahí está el caso del lenguaje. En su obsesión por inventar un lenguaje nuevo,
Cortázar recurre a las «jitanjáforas», figuras retóricas creadas por Alfonso
Reyes para designar palabras sin sentido semántico aunque con sentido rítmico y
musical. Así, el desternillante capítulo 68 de “Rayuela” está escrito en glíglico, un divertido lenguaje musical
donde el sonido le otorga significado a las palabras.
Y el
humor... “Rayuela” se lee con una
sonrisa y contiene cientos de aforismos, greguerías y definiciones a cuál más
desopilante. Por ejemplo, aquella ficha de inscripción donde Gregorovius
respondió «Profesión: intelectual. Tía abuela envía módica pensión», o cómo a
Traveler «Le daba rabia llamarse Traveler, él que nunca se había movido de la
Argentina», o ese homenaje a la educación sentimental ibérica, que según Perico
no precisa ni libros ni viajes, porque «en España eso se aprende en el burdel y
en los toros, coño».
Mi
ejemplar de “Rayuela” es de 1979 y
tiene una dedicatoria/despedida de una amiga que antes de marcharse a estudiar
a Estados Unidos me garrapateó lo primero que se le ocurrió en el libro que yo
estaba leyendo. Aquel libro era “Rayuela”
y quizás no fuera casual, porque a esa chica —como a la Maga— nunca más la volví
a encontrar. Y conste que la busqué hasta el límite de las gunfias.
EXQUISITO ESPROEMIOS DEL MERPASMO
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