domingo, 1 de septiembre de 2013

El brazo de Máximo


Lurgio Gavilán

Celestino Ccende, comunero de Iquicha, herido por una facción de Sendero Luminoso.
Mientras dormía Patrocinia, madre de Máximo, el hijo le había hablado en su sueño: «Por favor, encuentren a mi brazo, me duele mucho». Desde esa fecha, 1984, hasta la actualidad, el brazo de Máximo no aparece. Después de que él fuera ahorcado, su brazo había sido cortado con un hacha en la puerta de la iglesia por los campesinos de Auquiraccay para luego entregarlo a las Rondas Campesinas y el Ejército.
Cuando Sendero Luminoso llegó a la comunidad de Auquiraccay (Ayacucho) a principios de los ochenta, convirtió esta localidad en Base de Apoyo. Ellos no se resistieron, tampoco había otra opción. En 1984, el Ejército ingresó a Chungui y los campesinos fueron organizados en rondas campesinas. Ellos, junto al Ejército, obligaron a las comunidades vecinas a formar también grupos de “ronderos”.
Pronto, la base de apoyo de Sendero en Auquiraccay se disolvió. Los mandos —político y militar— nombrados por la facción terrorista, que eran también campesinos, fueron reportados al Ejército como desaparecidos; sin embargo, se ocultaban en la misma comunidad.
Conocedores de esta información, los militares y ronderos de Anco y Chungui exigieron a las rondas de Auquiraccay entregar el brazo de alguno de los senderistas que se escondían en la comunidad. Las rondas debían obedecer inmediatamente, por eso, se habían reunido y acordado matar a Máximo, hijo de Patrocinia y Mamerto, en lugar de los senderistas.
Cuando asesinaron a Máximo a puertas de la iglesia, de inmediato, cercenaron su brazo y lo llevaron a los militares, informando que habían ajusticiado a los terroristas; sin embargo, los seguían ocultando y, para no levantar sospechas, vistieron a sus mujeres de luto. Las autoridades militares y los ronderos se habían puesto contentos, pero la grieta comenzó cuando un campesino dijo: «¡Este no es el brazo de esos senderistas, este es el brazo de Máximo!»
El desenlace terminó con la muerte de los insurgentes, también, en la puerta de la iglesia donde murió Máximo. Las rondas campesinas los habían encontrado camuflados, vestidos de mujer, bailando en la fiesta patronal de Auquiraccay. Los habían capturado y, de inmediato, conducido a una base militar; sin embargo, los capturados habían logrado escapar, y llegaron hasta la puerta de la iglesia donde aún bailaban con arpa y orquesta. Los campesinos los recapturaron con sogas y los senderistas hicieron un pedido: «¡Mátennos aquí!», y ahí mismo los ahorcaron en presencia de toda la comunidad.
Esta es una de las historias de Auquiraccay como de tantos otros pueblos que han sido azotados por la violencia política.
En un escenario así definido, con seres actuando a los extremos, con tonos altos en la melodía de los sentimientos, la crispación de los sentidos hace difícil trazar líneas claras y duras de responsabilidad de cada quien, lo común son las zonas grises (Primo Levi, 1987) donde se transponen los límites y sus fronteras entre víctimas y victimarios.
Los campesinos fueron victimarios, pero al mismo tiempo fueron víctimas. Juzgarlos es sencillo, comprenderlos, en su sentido más amplio, es complejo.
La familia sigue buscando el brazo perdido y espera encontrarlo para unirlo al cadáver sepultado en el cementerio. Los campesinos afirman que si no está completo (el cuerpo que hemos tenido en vida) o si el ataúd es muy pequeño o demasiado grande, el alma “sufre”, por eso, se esfuerzan en encontrar y enterrar “bien” a Máximo.

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