sábado, 12 de febrero de 2011

Solo 4 “352” del 12 de febrero de 2011

LA CITA

El ángel rebelde se convirtió en un monstruoso diablo, pero hasta ese enemigo de Dios y de los hombres cuenta, en su desolación, con amigos y compañeros. Yo estoy solo.

Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo

II Ciclo de cine mundial


Seis de las mejores películas del cine contemporáneo se proyectarán durante esta semana en el II ciclo de cine mundial en función continuada, organizado por la Dirección de Cultura del ICPNA Región Centro y Solo 4. En esta ocasión, y debido al mes de San Valentín, se presentarán filmes de amor y desamor, como la Koreana “Hierro 3” (Kim Ki Duk -2004); desde méxico “Como agua para chocolate” (Alfonso Arau - 1992); la multidirigida producción francesa “París, te amo” (2006); la comedia italiana “Ex” (Fausto Brizzi - 2009); y los melodramas norteamericanos, “Los amantes” (James Gray - 2008), y “El apartamento” (Paul McGuigan - 2004). La cita se dará los días 17 y 18 de febrero, desde las 4 pm. en el auditorio del ICPNA Región Centro, Jr. Ayacucho N° 169 - Huancayo.

José María Arguedas, todas las voces del río


Diana Casas Rivera

Figura mayor de la cultura peruana e hispanoamericana, José María Arguedas es el escritor que más ha contribuido a cimentar la nacionalidad peruana. Desde una obra que a su gran belleza aúna una profunda reflexión sobre los dilemas que atraviesan nuestra historia y nuestra identidad como nación; el gran literato, antropólogo y etnólogo andahuaylino construyó la visión de un futuro posible donde todas las voces confluyeran en un río fecundo, creador de vida y felicidad.

La contribución de Arguedas ha sido tan notable que no hay lugar en el país y en el extranjero donde no sea sentido y respetado como el amauta que fue. Es un ícono; sin embargo, es un ícono cuya obra, aun con ser tan respetada, es poco conocida y, las más de las veces, tergiversada e incluso temida. De ahí que este año, en contra de lo que se esperaba, el gobierno central le haya negado el homenaje nacional y oficial que se merecía, al cumplirse cien años de su nacimiento.

No obstante, nada de eso ha logrado opacar la significancia de su figura y su obra. Arguedas vive en el corazón del pueblo porque su presencia abrió un ciclo y clausuró otro, como él mismo predijo. Cerró el ciclo del irrespeto a nuestra cultura originaria al mostrarle al mundo toda su vitalidad y vigencia y abrió el camino del entendimiento a través del conocimiento de la posibilidad de un país de iguales, sin rezagos colonizadores.

Como bien señala Gonzalo Portocarrero, frente a las “mareas colonizadoras” que han definido al hombre andino como “indio y vasallo”, “pobre y subdesarrollado”, sembrando en los peruanos rabia y vergüenza —desarmado el criollo ante la pérdida de su identidad por la vergüenza y la incapacidad de reconocer su raíz andina, atrapado entre el odio y la impotencia ante el rechazo y el menosprecio el andino—; Arguedas le dijo al país que el camino de la afirmación no pasa por la nostalgia del pasado inca ni por la despersonalización globalizante, sino por apropiarse del legado andino —de su laboriosidad, su fuerza creativa y su sentido comunitario— y caminar juntos, lado a lado, criollos, andinos y amazónicos, sin diferencias ni actitudes jerarquizantes, mirando el futuro con alegría y confianza.

Es esta visión de Arguedas y la sensibilidad presente en ella, las que lo han hecho tan querido y le han dado universalidad a su obra. En un mundo en efervescencia, de márgenes y discursos subalternos acallados por la retórica hegemónica, su voz golpea como un río y le habla a unos y otros, dominantes y dominados, con dulzura pero con firmeza: otro futuro es posible, solo hay que tender los puentes y empezar a escuchar al otro.

Es por esa razón que hoy en lugares tan distantes como Zürich, París, Londres y Nueva York se le rinde homenaje. Y es por eso, también, que en todo nuestro país se le recuerda con diversos actos, y los gobiernos regionales de Junín, Andahuaylas, Ayacucho y Lima han declarado el 2011 “Año del centenario del nacimiento de José María Arguedas”. Hoy, Huancayo, a través del ICPNA Región Centro, lo acoge para contribuir así al conocimiento de su obra y de su insigne personalidad con una muestra, que tiene también el propósito de acercarnos a quienes inspirados en su lucidez siguen desbrozando el camino de nuestra identidad y nuestra posibilidad como país. ¡José María Arguedas vive!, ¡sigue siendo!

El señor S


Luis A. Pacheco Mandujano

Para cuando el señor S, abogado y político de larga data, recibió, aquel inolvidable seis de agosto, dos certeros, sonoros y vigorosos bofetones en el rostro de parte de uno de los enemigos que él mismo había cultivado, ya era decrépito y, aunque se juraba a sí mismo lo contrario, se sentía más que agotado.

Era el resultado de su vida misma: fuera de tres fiascos conyugales, numerosos flirteos estériles, los que más bien parecían esconder –a modo de exorcismo interno– alguna forma de homosexualidad latente, y con menos reconocimientos íntimos y más negaciones cobardes de sus consecuencias matriciales, dos décadas enteras se las había pasado buscando una ocasión, en cuanto proceso electoral se había convocado –que a lo largo de ese tiempo fueron más de quince–, para ocupar un cargo público electoral. En cada oportunidad había fracasado estrepitosa y vergonzosamente.

Para ser sinceros y completos en la descripción, sin embargo, su contumacia en aquello último revelaba que de lo único que no estaba cansado era de seguir insistiendo en asuntos, que la vida misma le había demostrado de sobra, que no estaban reservados para él. Jamás sería autoridad pública socialmente elegida. Y ya que había diseñado su existencia para tal fin, haciéndose creer, por él mismo y por sus aduladores portátiles, que tenía un futuro en este camino. Las cuentas finales de su biografía eran calamitosas. La conclusión final le enrostraba la verdad: toda su existencia era un monumental fracaso. Si alguna vez, durante su primera juventud, el señor S asemejaba a un idílico idealista, un tipo que aparentó tratar de arreglar su ser en función de ciertos valores, la catana contundente que la historia le había dado –tal vez porque la Providencia lo había ya descubierto como un Caín– le obligó, después, a descubrirse, tal cual, ante la desnudez del alma: era un don nadie, un sujeto vacío de todo, un perdedor.

El señor S sabía todo esto muy en su interior. Era éste su secreto, y por eso, para contradecir a la “maldita” realidad, y siguiendo el proceder consuetudinario que todo perdedor se ve obligado a ejecutar para sobrevivir, la imagen que de sí diseñaba para quienes lo conocían, o para quienes él quería que lo conocieran, e incluso para su propio espejo, trataba de ser la de un “gentleman”, un caballero bien portado, un experimentado político y un hábil letrado.

Los bofetones bien ganados que había recibido resultaron, para él y para todos en la ciudad, un hecho emblemático. Quien se los había propinado no era cualquiera. Se trataba de quien, otrora, había sido uno de sus mejores amigos, alguien leal a él y que lo quiso verdaderamente. Pero aun así, fue traicionado y demolido con la ayuda y complicidad de los adláteres con los cuales él solía convivir y moverse. ¿Por qué? En verdad, el señor S era víctima agobiada de la fiebre desmesurada de poder, de ésa que enferma y envilece el alma; de ésa de la que advertía Lord Acton. Esta felonía convirtió el sentimiento amical en odio atroz, en una fuerza de enemistad que ya sólo desaparecería con la muerte.

Los lapos fueron, pues, por todo esto, mortales para S, y llegaron justamente cuando el tiempo se le acababa. En cuatro meses más estaría de nuevo caminando por las calles llenas de gente que lo identificaría, no como un buen ejemplo de persona o como un valor viviente, sino sólo como un perdulario. ¿A dónde iría? No tenía amigos, sólo sobones que actuaban a su lado. Pero hasta eso tenía un costo que en poco tiempo no podría pagar más.

El señor S, que temblaba de miedo en su interior por enfrentar su verdad, era nadie, era ínfimo, era nada. Pronto ya no sólo sería un cansado decrépito, sería también un paria, sin casa, sin amigos, sin compañeros, sin mujer, sin familia: la institución que detestó siempre al no haber tenido la capacidad suficiente para definir su dialéctica hormonal. Y peor aún, ya no sólo no sería jamás autoridad pública socialmente elegida, tampoco sería hombre. Debía, entonces, perecer.

Los amigos de Arguedas

Sandro Bossio Suárez

Conocí a tres amigos entrañables de José María Arguedas. Uno de ellos fue el doctor Manuel Baquerizo Baldeón, quien, en sus largos monólogos (puesto que las conversaciones con él siempre se convertían en eso, en edificantes monólogos, en ilustrativos soliloquios) solía hablar de su profunda amistad con José María Arguedas. Decía que guardaba muchas cartas de él y que cada vez que se encontraban en Huancayo o en Lima se extraviaban en interminables conversaciones. La anécdota que mejor recuerdo es una muy divertida, cuyos protagonistas fueron Juan Mejía Baca, el mítico librero peruano, y el propio José María Arguedas. Mejía Baca contaba que Arguedas era un hombre muy sensible con el tema sexual, un moralista, y que una vez se enteró que el librero había alquilado con unos amigos un departamento de soltero, a cuyo dueño, que era italiano, le había dicho llamarse Pedro Cieza de León (como el notable cronista de Indias) para resguardar su verdadera identidad. Los recibos de este departamento salieron a ese nombre durante años. Al enterarse de esto, Arguedas se molestó mucho y le increpó a Mejía Baca su lubricidad: “¡Cómo vas a usar el nombre de Cieza de León para tus cochinadas!”. Mejía Baca le respondió: “No podía usar el nombre de mi padre porque es igual que el mío”. “¡Entonces usa el de tu abuelo”, volvió a la carga Arguedas.

Esas anécdotas (o las vividas con Celia Bustamante, la primera esposa del escritor, y también gran amiga de Baquerizo) me hicieron reír mucho en esa temporada, mientras, para acercarme y conocer mejor a Arguedas, devoraba sus novelas y artículos antropológicos.

El segundo amigo de Arguedas que conocí fue el noble maestro de escuela Jesús Gutarra Césare, merecedor de las Palmas Magisteriales y gran abogado de los niños. Fui a verlo al jardín de la infancia donde trabajaba para hacer una nota periodística sobre el Día del Maestro. No imaginaba la gran revelación con que me iba a topar. Lo encontré todavía alto y fuerte, con los bigotes negros y una vitalidad envidiable si contamos los años que ya llevaba encima. Corría 1998. Conversé con él acerca de su vida como profesor rural, como padre de esos miles de niños que lo adoraban, y de pronto sacó unas fotos donde aparecía con José María Arguedas y, con ese descubrimiento, no hice más que hablar de esa hermosa amistad en las horas siguientes.

Me contó que se había conocido con Arguedas en los años sesenta, cuando el escritor visitaba muy seguido Huancayo por su labor cultural. En esos años, Gutarra Césare estaba lleno de ímpetus por la conservación de las ruinas de Wariwilca y ese fue el nexo. Trabajaron juntos mucho tiempo, hermanados en las labores culturales pero también en el cariño que ambos se profesaban. Antes de su muerte, Arguedas abrazó al amigo y le dijo: “negro, si en el Perú hubieran cinco personas como tú, otra sería nuestra historia”.

El tercer amigo de Arguedas fue, quizás, el más entrañable. Su nombre fue Leoncio Rojas Izarra y murió hace poco a los 102 años. Hombre de trascendencia social y política en Huancayo, escribano de abolengo e intelectual de larga data, don Leoncio conoció a José María Arguedas cuando ambos cursaban el tercero de secundaria en el colegio Santa Isabel. Juntos fundaron el impreso contestatario “Antorcha”y cultivaron una amistad inmarcesible durante muchísimos años, literalmente hasta la muerte del maestro. Contaba don Leoncio que él fue el único que pudo entrar a la habitación del hospital donde Arguedas convalecía después de su fallido intento de suicidio y, además, el único que pudo decirle a voz en cuello: “¡Qué te pasa, José María! ¿Acaso eres un débil mental para que quieras morir como un perro?”. El escritor –contaba don Leoncio– le respondió con una sonrisa triste: “Gracias por venir, amigo mío, porque solo a ti te permito que me hables en ese tono”.

Otros amigos de Arguedas en Huancayo fueron Federico Gálvez Durand y Sergio Quijada Jara. Conocí al último, cuando era director del Instituto Nacional de Cultura de Junín, en los años 80, pero aparte de una frugal conversación de un adolescente que escribía cuentos con una vieja leyenda de la cultura local, no hubo más.