sábado, 15 de enero de 2011

Solo 4 “348” del 15 de enero de 2011

La sociedad occidental ha dado así forma, mediante cientos de pequeños golpes de cincel, a una Iglesia y a una religión capaces de acompañar a los hombres en la extraordinaria aventura que hoy están viviendo.

Amin Maalouf, Identidades asesinas


La próxima semana especial sobre José María Arguedas en “Solo 4”

Este 18 de enero todo el país celebrará los cien años del nacimiento de nuestro escritor José María Arguedas. Por ello, el suplemento cultural “Solo 4” dedicará la edición íntegra de la próxima semana a un especial sobre este entrañable escritor apurimeño, quien nos regaló novelas como “Yawar Fiesta”, “Los ríos profundos” o “Todas las sangres”.


Sebastián Rodríguez, pionero de la fotografía en los Andes Centrales


Luz en la mina

Diego Otero

Entre los años treinta y cuarenta, el huancaíno Sebastián Rodríguez instaló un estudio fotográfico en el pueblo minero de Morococha, a 4500 msnm, y desarrolló una obra que no solo exhibe una singular calidad, sino que nos revela nítidamente las fricciones causadas por los intentos de inserción de una cierta modernidad en la Sierra Central. La exposición “Coraje”, de Sebastián Rodríguez, va en la Casa de la Juventud y la Cultura de Huancayo hasta el 23 de enero.

Todos los días del fotógrafo Sebastián Rodríguez empezaban igual. Tendía el catre en el que dormía –su estudio era también su habitación– y recorría más de media hora, a pie y bajo el clima helado de Morococha, para recoger el agua que utilizaba en el cuarto oscuro. Rodríguez nunca modernizó su estudio, tampoco quiso firmar un contrato con Cerro de Pasco Copper Corporation, la empresa minera que solicitó sus servicios en 1928. Siempre, durante los cuarenta años que trabajó en la zona, se mantuvo como un observador más o menos distante pero cálido, un testigo de vocación al que seguramente el pueblo adoptó como uno de sus personajes queridos.

Los ojos de Fran Antmann

A la muerte del fotógrafo, en 1968, el estudio que había sostenido durante cuarenta años desapareció, y su obra se fue perdiendo y desperdigando. Tuvieron que pasar más de diez años para que alguien se interesara en su particular fotografía. La estadounidense Fran Antmann vino al Perú a fines de los setenta –como muchos de sus colegas fotógrafos, y ahí hay todo un capítulo en la historia de los vínculos centro-periferia– y prácticamente se topó con el trabajo del huancaíno. Ella había estado investigando en la Sierra Central y algunas personas (profesores universitarios, intelectuales) le mencionaron los nombres clave: Morococha y Sebastián Rodríguez.

Rodríguez y una tradición

La importancia de Sebastián Rodríguez no radica únicamente en el innegable valor documental de su fotografía. Es cierto que uno de sus aportes es el registro de un pueblo con características muy peculiares durante un período bastante amplio, lo cual obviamente permite una mirada sobre grupos sociales que no suelen estar visualmente representados en la historia del siglo XX, y sobre todo permite observar esa singular fricción entre un aura de incipiente modernidad y una serie de ecos y prolongaciones de lo tradicional andino. Pero en Rodríguez hay algo más. Un punto de vista sugerente, personal; una mirada que sabe ser compasiva y ser mordaz. En las imágenes aparentemente amables de Sebastián Rodríguez se agazapa una tensión que parece estar a punto de saltar en cualquier momento. Pensemos en la foto del contratista Froilan Vega y sus trabajadores, cuya composición luce casual, espontánea, improvisada, y que en realidad remite a la noción de pirámide social, con una casi matemática división de clases y jerarquías (alrededor del camión) en la que las mujeres campesinas ocupan el escalafón más bajo. O pensemos en aquella serie de retratos de estudio, con el telón de fondo alpino pintado por su hermano Braulio que contrasta violentamente con la hosca aridez del emplazamiento minero, reflejada en cada uno de los rostros. Sebastián Rodríguez había conocido, muy joven, al fotógrafo limeño Luis Ugarte, cuando éste pasó por Huancayo para realizar una comisión. Poco tiempo después se vino con él a Lima, y trabajó como su asistente durante casi diez años. La dificultad de ubicar un espacio laboral en la capital lo condujo a Morococha. Rodríguez se casó y fundó una familia, que se instaló en Huancayo, pero nunca dejó el pueblo minero. Se quedó en Morochoca cuarenta años, tomando fotos, y ahí murió.

El buen salvaje

Cerveza a la peruana

Sandro Bossio Suárez

Dicen que la cerveza nació con las civilizaciones. Se cree que hace doce mil años los mesopotámicos ya la consumían, al igual que los chinos lo hacían con una bebida llamada "kiu" (producida en base a espelta, borona y arroz). Los antiguos ingleses usaban trigo malteado para producirla y los romanos la cebada. Los egipcios la elaboraban con masas de harina de cebada a medio cocer que fermentaban en agua y la llamaban "zythum".

Alguna vez pude probar en Munich veinte variedades distintas de cerveza, y ver sus diversos colores, y aunque algunas tenían el cuerpo y vigor de la cerveza peruana, ninguna era negra. No podían serla porque la cerveza negra (elaborada en base a extracto de malta) es auténticamente peruana. Ese hecho me hizo pensar en que los peruanos, habiendo adoptado la cerveza europea como bebida casi natal, tenemos una manera distinta, antropológica, sincrética de consumirla.

Debe ser por ello que cuatro de las costumbres más extendidas con respecto al consumo de la cerveza son oriundas del Perú y, propiamente, de los Andes. Es más, la que podría considerarse curiosa por excelencia, es originaria del Valle del Mantaro. Nos referimos a la feliz frase “sácale el veneno”, que usamos los bebedores cuando, en una ronda, debemos empalmar una cerveza terminada con una nueva. Es de consenso emplazar el nacimiento de este enunciado en Concepción, durante la Guerra del Pacífico, cuando algún contingente chileno llegó a la zona y un valiente grupo de mujeres envenenó chicha para ofrecérsela a los sedientos enemigos. Tras lo ocurrido, las siguientes tropas que llegaron, advertidas del peligro, decidieron arriesgarse pero después de obligar a las propias mujeres a beber la chicha con la frase: “sácale el veneno”. De esa anécdota dataría el nacimiento de tan conocida frase que, a decir verdad, la he escuchado incluso en Ecuador y en Bolivia.

La segunda costumbre —que a nosotros no nos llama la atención, pero sí a los extranjeros, al punto que la BBC de Londres envió a un periodista para que averiguara si esto era cierto— es que un grupo de personas consuma la cerveza desde un mismo vaso. Dan Collyns, el periodista inglés encargado del reportaje, después de hacer un recorrido por las polladas barriales de los suburbios limeños y participar de algunas fiestas costumbristas, llegó a la conclusión de que el hábito viene de los Andes, “donde la comunidad comparte el mismo vaso porque es una forma de reforzar los vínculos de amistad con la comunidad”. La hipótesis tiene mucho sentido. Ni en Chile, ni en Colombia, y mucho menos en la petulante Argentina, la gente bebe de un solo vaso. Solo en el Perú (un médico mexicano quedó horrorizado con la tradición pues, cuando se la describí, no concibió un cultivo más infeccioso que ese).

La tercera costumbre es el hecho de sacudir el vaso contra el suelo para liberarlo de residuos y espuma antes de pasárselo a la otra persona. Escuché a un antropólogo decir que esto tiene también una connotación plenamente andina: es una ofrenda a la Pachamama (Madre Tierra).

La cuarta práctica es más citadina, pero también peruanísima, y consiste en servir la cerveza con la menor cantidad de espuma. Craso error, dicen los conocedores, pues la espuma está hecha con bióxido de carbono y es la mejor defensa de la cerveza para conservar su sabor.

En fin, el Perú bebe mucha cerveza, y lo hace a su modo.

De José María Arguedas: “A nuestro padre creador Túpac Amaru”


Marx Espinoza Soriano

Este Himno Canción, publicado en 1962 como texto bilingüe, evidencia, entre otros temas, una vida nutrida del arte popular. Esgrime a la vez una posición de puente entre dos culturas; de ahí que el contenido solidario, real-maravilloso, impostergable de la cultura nativa, así como la capacidad transformadora del indígena, trasciendan su aparente sumisión:

Estoy gritando, soy tu pueblo; tú hiciste de nuevo mi alma; mis lágrimas las hiciste de nuevo; mi herida ordenaste que no se cerrara, que doliera cada vez más. Desde el día en que tú hablaste, desde el tiempo en que luchaste con el acerado y sanguinario español, desde el instante en que le escupiste a la cara; desde cuando tu hirviente sangre se derramó sobre la hirviente tierra, en mi corazón se apagó la paz y la resignación. No hay sino fuego, no hay sino odio de serpiente contra los demonios, nuestros amos.

El sentido de pertenencia del hombre andino, el respeto que éste prodigaba a la madre naturaleza se acentúan constantemente, mostrando la unidad dual cosmogónica que pervive:

Está cansado el río,

está llorando la calandria,

está dando vueltas el viento;

día y noche la paja de la estepa vibra;

nuestro río sagrado está bramando;

en las crestas de nuestros Wamanis montañas, en sus dientes, la nieve gotea y brilla.

¿En dónde estás desde que te mataron por nosotros?

Y no deja de ser una letanía tan conmovedora como provocadora, que incluso pareciera haber recogido Joan Manuel Serrat en su catalán “Pare” (Pare digueu-me què li han fet al riu que ja no canta…). También mana en un tono más que confesional e imprecador, la universalidad de los problemas humanos desbordando la escritura; un diálogo con el pasado más presente proyectado al futuro:

¡Escucha la vibración de mi cuerpo! Escucha el frío de mi sangre, su temblor helado.

Escucha sobre el árbol de lambras el canto de la paloma abandonada,

nunca amada;

el llanto dulce de los no caudalosos ríos, de los manantiales que suavemente

brotan al mundo.

¡Somos aún, vivimos! (Kachqanirakmi)

Constantemente la otredad se manifiesta en múltiples aristas, la preocupación por el otro es traducida en profunda solidaridad, quizá el sentimiento más humano; y permanece indoblegable y pulcra la esperanza de continuar reconstruyendo, afirmando la identidad del hombre en su mundo ancestral:

Viene la aurora.

Me cuentan que en otros pueblos

los hombres azotados, los que sufrían,

son ahora águilas, cóndores de inmenso y libre vuelo…

Tranquilo espera, con ese odio y con ese amor sin sosiego y sin límites, lo que tú no pudiste lo haremos nosotros.

Microcuento


Dipsómano

Marcos Herrera Estevan

La sensibilidad se apodera de mis palabras. Vociferar de un dipsómano, alicaído y meditabundo. La distancia es la panacea, porque cuanto más te siento más lo siento. Pesadumbre onerosa que trituró un impertérrito corazón.

Las risas se escuchan en los pasillos (no es alegría, es burla). Esa desdentada sonrisa, esa socarrona mueca. Me alejo sin remordimientos, aunque esa extraña sensación me acompaña: ardiente matorral que termina por consumirse.