No desnudó más que el estrecho espacio contusionado y volvió a cubrirlo. Mirando fijamente el reloj, se puso a contar las pulsaciones. Aquel cuerpo le era confiado para que lo curase, no para que lo poseyera. Sus ojos saben que no es su misión maravillarse, sino observar. Contemplaba aquel cuerpo ardientemente, con toda su inteligencia. Su espíritu lúcido cierra el camino al triste amor.
François Mauriac, El desierto del amor
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