lunes, 11 de octubre de 2010

Especial de homenaje a Mario Vargas Llosa




Mario Vargas Llosa, el más importante escritor peruano, acaba de obtener el Premio Nobel de Literatura por la “cartografía de las estructuras del poder y aceradas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”. Este galardón, el máximo reconocimiento literario del mundo, nos enorgullece y emociona, como peruanos, como latinoamericanos, y principalmente como lectores y admiradores suyos. Con ese motivo, “Solo 4” le ofrece un homenaje en una edición especial íntegra.








La cita:
"Es muy difícil para un escritor latinoamericano evadir la política. La literatura es una expresión de la vida, y no se puede erradicar la política de la vida”.
Mario Vargas Llosa tras obtener el Premio Nobel

Especial Vargas Llosa: El condiscípulo Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa pasó un año en el Colegio Militar Leoncio Prado, donde fue compañero de carpeta de César Espinoza Sueldo. A continuación, una crónica a partir de este testimonio sobre ese alumno, el cadete Vargas Llosa, cuando todavía lo era, claro.

Habían estudiado juntos. Al inicio, cuando acababan de iniciar el año escolar, debían quedarse en el colegio, en la cuadra todo el tiempo, aún los fines de semana, en que todos se marchaban a casa.
“Los sábados y domingos no salíamos a la calle”, explica César Espinoza Sueldo. “Nos quedábamos en las cuadras porque no teníamos a donde ir. Los domingos, después del almuerzo, nos poníamos a conversar”.
Corría 1950, y el recientemente fundado colegio militar Leoncio Prado era un lugar a donde muchos padres enviaban a sus hijos para “terminar de convertirse en hombres”, de la mano de la estricta educación militar. Por su naturaleza, esta institución había incorporado modernas metodologías para la educación, por lo que llegaban estudiantes de todo el país, y de todas las clases sociales.
Fue ahí que coincidieron César Espinosa Sueldo, huancaíno, y Mario Vargas Llosa, cuyo padre, recién reconciliado con la madre tras largos años de ausencia, estimaba que el hijo no era lo “suficientemente hombre” y por eso lo sacó del exclusivo colegio La Salle de Lima y lo inscribió en el Leoncio Prado. Esas vivencias servirían años después a Vargas Llosa para la novela “La ciudad y los perros”, que está escrita en clave de ficción, pero con aliento autobiográfico: “hay cosas que se exageran un poco en ‘La ciudad y los perros’, incluso algunas que no se produjeron, como la muerte del Esclavo”, señala Espinosa Sueldo.
Una de las anécdotas más resaltantes —en la novela y en sus recuerdos— es el bautizo de los perros, donde los cadetes les ordenaban a pelearse entre sí, a “nadar” sobre el polvo del estadio, o a “calificar” la intensidad de los golpes que recibían. Todos pasaron por ello, unos más que otros. “Mario era un tipo muy apuesto, de muchas cualidades, y los demás muchachos, los del norte por ejemplo, como Javier Silva Ruete, lo protegían, y por eso no debió soportar lo que los demás sufrimos”.
El bautizo, explica Espinosa Sueldo, era una costumbre muy castrense, institucionalizada tácitamente, pues “los que ingresábamos al colegio éramos los perros; los que estaban en cuarto eran los cadetes, y los de quinto eran los técnicos, los que mandaban”.

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Me cuenta la destinataria que cuando leía la carta
se ponía a llorar, pero no sabía que no eran
mis frases, mis palabras, sino las de Mario.
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Un episodio célebre es el de las cartas amorosas que Mario Vargas Llosa escribía a pedido para sus colegas, sin cobrarles nada. “Era tan gentil que, incluso, cuando yo le daba la oportunidad de escribir algo, él hacía mis cartas amorosas”, sonríe Espinosa Sueldo. “Me cuenta la destinataria que cuando leía la carta se ponía a llorar, pero no sabía que no eran mis frases, mis palabras, sino las de Mario”.
Todas las noches, a partir de las 9, se tocaba el silencio en el colegio, recuerda, “pero Mario salía de la cuadra y con la luz del baño se ponía a leer, porque era muy asiduo a la lectura. En ocasiones leía bajo el poste del parque, de noche, para aprovechar la luz artificial”.
“Había un lugar llamado ‘La perla’”, sigue contando, “adonde solíamos ir los jóvenes a hacer juegos de envite o a poner de manifiesto nuestras potencialidades en el box. Pero a Mario nunca lo vi en esas lides. Él era un muchacho muy serio, tenía una mirada muy penetrante, y pasaba mucho tiempo observando a sus compañeros”.
Algunos hechos presentes en la novela que no distan mucho de la realidad son, por ejemplo, un muchacho alto, de quinto, muy soberbio, que gustaba maltratar a los indefensos, y quería imponer la disciplina en base a su fuerza: era el Jaguar.
Una vez, cuenta, acompañó a algunos muchachos que tiraban “contra” (se escapaban del colegio arriesgando su vida sobre los acantilados) “e iban a jaranearse al Callao. Pero Mario no, él era muy disciplinado, no era de los que participaban en esas palomilladas”.
A Mario Vargas Llosa, sonríe Espinosa Sueldo conmovido, “tendría que decirle que nuestro país le agradece por haber puesto muy en alto el nombre del Perú. Y tus colegas del Leoncio Prado, Mario, nos sentimos muy orgullosos de ti”.





Especial Vargas Llosa: El libro que cambió mi vida

El libro que cambió mi vida:
La guerra del fin del mundo

José Soriano Marín
Desde que empecé a leer novelas en serio, el nombre de “La guerra del fin del mundo” me sonaba poderosa, bélica, apocalíptica, arrasadora, aún sin conocerla en detalle. Había tenido gratos momentos ya con “La ciudad y los perros”, con “Pantaleón y las visitadoras” y, por supuesto, con “Conversación en la Catedral”. Hacía tiempo llenaba mis días con “Cien años de soledad” de García Márquez, y por encargo académico quedé encantado con “El nombre de la rosa” de Umberto Eco en mis noches de noctámbulo universitario. Fue un periodo de crecimiento en mi vida de exploración literaria. Las últimas obras leídas eran de largo aliento y no escatimaba tiempo para el disfrute. Cada vez que podía, adquiría libros originales; por eso, mi amigo Jorge Jaime me convenció de comprar la edición definitiva de “La guerra del fin del mundo”, aunque ello significaría quedarme 30 días sin pasajes. Leí la obra en poco más de una noche, entre tazas de café y marcadas ojeras. Me moví arrastrado por ese vendaval incesante: el recorrido del Consejero en el estado de Bahía predicando la palabra de Dios, reconstruyendo iglesias y profetizando la llegada del Anticristo que, entre cercana y lejana, era universal.
En esta novela todo prolifera: la movilidad de los personajes, historias y escenarios; los tiempos y perspectivas; el ritmo acelerado. Podría pensarse en un diseño de círculos concéntricos con Canudos como centro. La religión, la sociedad, los conflictos, el periodismo, las relaciones humanas se atan con un espléndido manejo de técnicas que proyectan arte literario.
Con esta novela, Mario Vargas Llosa me mostró una literatura seria, respetable y, por qué no, de culto. No hay medias tintas ni arrumacos románticos entre el autor y el lector. Si hay algo que caracteriza al escritor es su universalidad, su erudición y el tremendo esfuerzo desplegado a la hora de contar una historia que funciona en cualquier lugar de la Tierra.

Especial Vargas Llosa: El pisco de Vargas Llosa

Sandro Bossio Suárez

Madrid. 05 de mayo de 2005. 11 de la noche. Residencia diplomática del Embajador del Perú. Ágape para los escritores peruanos invitados al Congreso de Narrativa Peruana. Mientras todos conversábamos y degustábamos los anticuchos, los pisco souers y la papa a la huancaína que Gastón Acurio había preparado para la ocasión, apareció, de pronto, la figura insigne de Mario Vargas Llosa. El salón quedó en absoluto silencio.

Hacía rato que conversaba con mis amigos Carlos García Miranda, Roberto Tarazona, Christian Reynoso y Ricardo Virhuez sobre temas relacionados con la literatura contemporánea. De pronto, sin siquiera sospecharlo, apareció en la sala la figura refinada, imponente, de Mario Vargas Llosa. Recuerdo mucho su traje plomo y su corbata negra moteada de puntos blancos. Caminaba a pasos lentos, con una copa de vino en la mano, deteniéndose apenas cinco minutos con cada grupo al que llegaba para saludar. De pronto Carlos, que hacía rato seguía con inquietud sus lentas evoluciones en cada grupo, se me arrimó con desasosiego:
—Oye, huevas, si haces que Vargas Llosa se quede más de cinco minutos con nosotros, te pongo una botella de pisco peruano.
No le respondí, pero tomé nota de su ofrecimiento. Poco después, Vargas Llosa, en efecto, llegaba a nuestro grupo. Cuando me vio y yo le recordé que nos habíamos conocido en 2003, en una otoñal Madrid (gracias a la presentación personal de mi compadre Carlos Villanes Cairo durante la conferencia de prensa de una de sus últimas novelas), él me miró y me dio una respuesta que me emocionó: “Claro, nos conocimos en la Casa de la América; es la tercera vez que nos vemos; ya somos viejos amigos”. Contaba, desde luego, el encuentro de esa misma mañana durante la apertura del Congreso. Brindó con nosotros, nos preguntó sobre banalidades del Perú (el clima, las obras de la municipalidad de Lima, su primo perdido Pedro Llosa, escritor como él) y, pasados los cinco minutos, pretendía emprender la retirada, cuando sentí el codazo de Carlos.
—Doctor —me atreví entonces—, Carlos y yo enseñamos literatura en la universidad y tenemos una duda: él dice que Joanot Martorell era francés y yo digo que era Valenciano.
Vargas Llosa, que tenía el pie enfilado para el repliegue, se detuvo y, milagrosamente, volvió a prestarnos toda su atención. La pregunta sobre Martorell había sido científicamente calculada, pues sabía yo que Vargas Llosa se había doctorado con una tesis sobre ese autor, a quien admiraba enormemente, y que era uno de los pocos especialistas vivos en novelas de caballería.
—Pues, los dos tienen razón —nos respondió—. Joanot era valenciano pero conocía la cultura francesa.

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Vargas Llosa, que tenía el pie enfilado para
el repliegue, se detuvo y, milagrosamente,
volvió a prestarnos toda su atención.
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Y se despachó con una cátedra brillante de literatura provenzal que duró media hora. La lección fue tan brillante, tan sobrecogedora, que todos nos olvidamos del tiempo y yo, personalmente, del pisco. Terminada la cátedra, el maestro pasó al grupo siguiente, que lo esperaba con ansiedad.
En el grupo todos quedamos satisfechos y, durante el resto de la velada, nos dedicamos a bebernos todo el vino que había disponible. A las 2 de la madrugada debimos retirarnos. Parte del grupo (Christian, Carlos y yo) recalamos en el mismo departamento en Coslada, cerca del Aeropuerto (de mi gran amigo Mario Suárez Simich) y a las 3 de la mañana nos encontramos frente a frente, inermes, pero con ganas suicidas de seguir la borrachera hasta las últimas. Entonces nos enfocamos en Carlos y con nuestras miradas le reclamamos el pisco peruano que nos habíamos ganado a pulso.
—¿Y el Pisco de Vargas Llosa? —le pregunté.
Él nos devolvió una mirada pícara, nada inocente, que nos restituyó alguna esperanza.
—Aquí está — respondió, sacando como un prestidigitador de sus ropas una botella de pisco acholado de etiqueta verde.
Nos miramos, estupefactos, mientras Carlos abría la botella con gran fruición. Él no había tenido la oportunidad de salir a las calles a comprar un trago, y menos un pisco acholado a esas horas de la madrugada, así que volvimos a mirarlo con incredulidad. Carlos terminó de abrir la botella, escanció una copita al tope, y nos hizo un guiño cómplice:
—El bar del embajador estaba bien surtido —nos dijo.

Especial Vargas Llosa: Perfume de mujer

Mario Vargas Llosa, El Paraíso en la otra esquina
Con fiebre en el cuerpo, se tumbó junto a ella, pero, en vez de montarse encima, la hizo girar sobre sí misma y quedar bocabajo, en la postura en que la había sorprendido. Tenía todavía en los ojos el espectáculo imborrable de esas nalgas fruncidas y levantadas por el miedo. Le costó trabajo penetrada —la sentía ronronear, quejarse, encogerse, y, por fin, chillar—, y, apenas sintió su verga allí adentro, apretada y doliendo, eyaculó, con un aullido.

Especial Vargas Llosa: Queremos tanto a Mario

Juan Carlos Suárez Revollar

Difícilmente olvidaré el impacto que fue para mí leer por primera vez “La guerra del fin del mundo”. Por entonces, hastiado, acababa de abandonar una carrera universitaria pese a la oposición de mi familia y a la reprobación de mis amigos. Refugiarme en los sertones junto al periodista miope, a los menesterosos seguidores del Consejero, y a los soldados que iban a acabar con ellos me mostró que mis problemas eran demasiado insignificantes para tomarlos en serio.
“La ciudad y los perros” y “La casa verde” son otras dos novelas poderosísimas de Mario Vargas Llosa, muy modernas y, particularmente la segunda, una suerte de manual de tecnología literaria, que por eso no pierde su poder de persuasión para el lector, ni hace de la anécdota (la historia contada) algo tedioso o pesado, como suele ocurrir con la mayoría de las novelas que privilegian demasiado la narratología. El gran nivel de ambas novelas —escritas cuando su autor apenas bordeaba los 30 años— es realmente sorprendente. Poco después “Conversación en la Catedral” iba a significar su verdadero salto, y lo colocaría a la vanguardia de los escritores del Boom —de esta época datan las mejores novelas del grupo—, donde se mantiene aún, y además haciendo que el Boom retumbe permanentemente, y se mantenga vivo, activo.
“Conversación en la Catedral” hace una exploración de una época, la de Odría, y además, es una radiografía de las dictaduras. Su complejísima estructura nos recuerda al mejor William Faulkner, pero con un estilo distinto, propio. Esta novela es también un testimonio del paso de Vargas Llosa por la militancia socialista, de la que después se iba a desprender para convertirse en uno de los más distinguidos representantes del liberalismo.
“Los cachorros”, en sus poco más de cuarenta páginas, es una revelación técnica y artística, que además ha dado pie a diversas interpretaciones. “La tía Julia y el escribidor” y “Pantaleón y las visitadoras” son dos novelas que marcan un cambio estilístico; y “La guerra del fin del mundo”, por su lado, un retorno a la novela total, con una apasionante historia que, además, logra articular de modo equilibrado la tecnología narrativa con la historia. Guardo aún ese ejemplar del libro, viejísimo, repleto de anotaciones, que después reemplacé por otro mejor, sin contar aquel de una primera edición que conseguí por casualidad, y perdí poco después por confiar demasiado en los amigos.

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Poco después “Conversación en la Catedral”
iba a significar su verdadero salto, y lo colocaría
a la vanguardia de los escritores del Boom.
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“Historia de Mayta”, “¿Quién mató a Palomino Molero?” y “El hablador” son novelas de gran nivel; y “Elogio de la madrastra”, “Lituma en los Andes” y “Los cuadernos de don Rigoberto” son importantes ejercicios narrativos, aunque no igualen a sus mejores libros. Pero “La fiesta del Chivo” entra al grupo de lo más valioso de su novelística; y “El Paraíso en la otra esquina” y “Travesuras de la niña mala”, también novelas bastante buenas, han mantenido la vigencia de Vargas Llosa en la literatura mundial.
Hace poco más de una semana, cuando retomé por fin la escritura de una tesis cuyo tema acaricio desde hace casi tres años, y que es mi forma de homenajear a Vargas Llosa, un autor al que admiro tanto, y cuya obra ha influido tanto en mí, no imaginé que recibiría una grata noticia, que esperaba ya resignado cada año: el Premio Nobel. Será sólo un motivo adicional para querer tanto más a Mario.

Especial Vargas Llosa: Sobre Mario

Exclusivo para Solo 4:
Sobre Mario Vargas Llosa

Pedro Noli, El tucumano de Argentina
Mario Vargas Llosa es uno de los más grandes escritores latinoamericanos. Nadie puede negar su calidad como escritor, como novelista, como uno de las más grandes renovadores de la narrativa latinoamericana y mundial. Pero, sobre todo, Vargas Llosa es uno de los pensadores más grandes que ha dado el Perú. A mí me parece, incluso, que su obra ensayística, con el tiempo, va a determinar su carrera. Un premio largamente esperado y muy justo.


Catalina Villa, El País de Colombia
Primero fue Machu Picchu con el tema turístico. Luego vino la gastronomía con el fenómeno Gastón. Después el cine peruano dio un giro gigantesco con Magaly Solier. Y ahora es Vargas Llosa quien pone al Perú en el pináculo del mundo. Sus novelas, sus cientos de premios, sus miles de ensayos, ya lo habían colocado como el hombre más prestigioso del Perú y uno de los más grandes intelectuales del mundo, pero todos pensábamos que nunca le iban a dar el Nobel por su posición política. Este es un premio a la libertad de todos los latinoamericanos.


Fernando Iwasaki, ABC de Madrid
El premio Nobel de Literatura 2010 a Mario Vargas Llosa representa una verdadera fiesta para la lengua española y es, a no dudarlo, un galardón muy merecido para el mundo de las letras. Es, en todo caso, un premio muy justo y esperado desde hace tiempo. Estoy convencido de que España recibirá este premio como suyo, igual que lo harán países como México, Chile o Perú y, en general, toda América Latina. Vargas Llosa es un verdadero referente para los escritores de la generación del sesenta en adelante.


Javier Ágreda, La República de Perú
La calidad e importancia de la obra de Mario Vargas Llosa lo hacían merecedor desde hace décadas del premio Nobel de Literatura. Con toda seguridad, desde 1981, cuando se publicó “La guerra del fin del mundo”, para muchos su mejor novela. Sin embargo, sus opiniones políticas siempre lo ponían demasiado a la derecha de lo que la Academia sueca consideraba “políticamente correcto”. Le entregan el Nobel “Por su cartografía de las estructuras del poder y sus afiladas imágenes de la resistencia, rebelión y derrota del individuo”. Les faltó mencionar sus aportes en materia de técnicas narrativas, su propuesta de la “novela total”, sus ficciones metaliterarias o sus brillantes libros de interpretación de las obras de otros escritores, entre otras cosas.

Especial Vargas Llosa: Cítrica crítica

Un cafecito y un interrogatorio:
El curioso Vargas Llosa

Javier Arévalo
El año 2001 le dejé un ejemplar de mi novela “El beso de la Flama” a Mario Vargas Llosa en su departamento de Barranco, con una carta que comenzaba diciendo: a los 14 años me hubiera gustado ser “Sugar” Ray Leonard, John Lennon y Mario Vargas Llosa: el orden no importa
Algunos días después, su secretaria me llamó para decirme que el escritor me invitaba a tomar un café en su departamento.
Una biblioteca maravillosa, una mesa entre nosotros, y dos cafés. Cuarenta minutos de una conversación que primero fue un interrogatorio: él me entrevistaba.
¿Cómo hacía para ser escritor en el Perú? ¿Cómo se comportaban las editoriales? ¿Qué sucedía entre los escritores y el poder? ¿Se podía tener una carrera literaria hoy en el Perú? ¿Cómo había sido ser escritor durante la dictadura? ¿Hubo escritores que se habían puesto al servicio de Fujimori? Fue una metralla de cuestiones que contesté sin darme cuenta del tiempo que transcurría. Su curiosidad era la de un niño que quiere saberlo todo. Seguí hablando hasta que tomé conciencia que yo también quería hacer una pregunta, solo una: ¿cómo ocurrió que pudo dedicarse solamente a escribir?
Enseñaba en Inglaterra, me dijo, y recibía unos setecientos dólares mensuales. Ya había ganado varios premios, y era un reconocido protagonista del Boom latinoamericano, pero tenía que trabajar como profesor para mantener a su familia.
Un día, apareció Carmen Balcells, la agente literaria, y le dijo que le pagaría el sueldo durante un año entero si se dedicaba solo a escribir.
Balcells lo promocionó, lo conectó con la industria cultural europea, puso en evidencia el valor del peruano. Sus gestiones canalizaron el talento del escritor hacia los confines de la tierra donde hoy brilla con un Nobel que nos chorrea a todos con un poquito de su gloria.

Especial Vargas Llosa: Por fin

Javier Garvich Rebatta
Hay motivos por los cuales estoy muy feliz con el Nobel a don Mario.
Posiblemente, a los jóvenes, les devuelva el gusto por la literatura y el placer de escribir. En un país donde la oralidad, la cultura audiovisual y las nuevas tecnologías han arrinconado a la palabra escrita; el Nobel servirá para devolver —aunque sea un poquillo— el prestigio perdido de este hermoso arte. Y, ojalá, ese gusto por las letras no siga atrapado en los círculos acomodados limeños y pueda romper las proverbiales barreras discriminatorias de este país, extendiéndose el cariño por los libros al interior del Perú. Ojalá los chicos de diversas provincias sigan apostando por ser escritores y que los escritores del interior tengan mayor audiencia (audiencia en sus lugares de origen, que ya sabemos que en Lima apenas si nos fijamos en ellos).
Y, finalmente, a ver si esta es una oportunidad en que los libros de Vargas Llosa se puedan vender a un precio accesible. Libros legales, subvencionados por el sector público, pulcramente editados y que puedan competir contra la poderosa industria pirata patria. Que estas chicas puedan adquirir una bonita edición de “La tía Julia y el escribidor” (con prólogo de Javier Ágreda) a tres solcitos o “Conversación en la Catedral” (con prólogo de Miguel Gutiérrez) a no más de cinco lucas. Al actual gobierno el gasto de esas iniciativas les costaría muchísimo menos que esa carísima y cosmética remodelación del Estadio Nacional, remodelación hecha para colmar la egolatría presidencial y para que Shakira tenga un escenario de presentación más chic.
Que Varguitas se ponga otra vez de moda, que las tribulaciones del Poeta se comenten en los colegios, que sin salir de aulas polvorientas y cerros arenosos viajemos al Alto Marañón, al barrio de La Gallinacera y a los Sertones del noreste brasileño. Y que en las universidades regresemos nuevamente a los debates (esa gimnasia intelectual tan abandonada en muchos claustros) acerca de esa contradictoria, atormentada y retorcida imagen del Perú que él dibujó en “Lituma en los Andes”.
Se acerca el Año Arguedas. Y será excitante que volvamos a leer lo que pensaba Don Mario del autor de “Los Ríos Profundos”. Que volvamos a confrontar dos maneras de sentir la literatura. Y, sobre todo, que estudiemos esas dos formas distintas —¿antagónicas?— de entender este país.
Este país que ahora celebra su primer Nobel.

Especial Vargas Llosa: Cartas de un novelista

Edvan Ríos
No fue todo lo que leí de Vargas Llosa lo que me convenció de su compromiso literario por la libertad y la democracia. No fueron esas escenas indelebles creadas a partir de sus oraciones entretejidas con la pasión fácil del artesano culto: la sangre caliente que hacía salpicar en la arena un hábil cojo chavetero, la música divertida de un prostíbulo desolado con paredes verdes, aquel aterrorizado adolescente castrado por un perro traicionero en los camerinos de un colegio pituco o las melosas radionovelas que prometen sueños de felicidad prohibida. No fue la batalla del periodista miope para ponerse a salvo de una guerra apocalíptica, ese cabo costeño subiendo incrédulo por el caminito de Huancayo, aquella niña blanquísima obligada a rejuvenecer el sexo de un dictador, ni el magnate chino y voyeurista agasajándose en una habitación de hotel con el reencuentro de dos amantes. No fue ni siquiera esa novela total y amplia que se puede resumir en la pregunta: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. No fueron las decenas de cuentos, novelas y ensayos cuyos personajes persiguen en sueños reclamando vigencia. Fue una carta. Una sola carta que costó minutos en hacerse y cuyo párrafo más sublime decía: “La razón de mi renuncia es el reciente Decreto Legislativo 1097 que, a todas luces, constituye una amnistía apenas disfrazada”. Estaba dirigida al presidente de la República, Alan García, en respuesta a un infame decreto nacido del Ejecutivo que buscaba favorecer a un grupo de procesados por violación de Derechos Humanos y por el cual, Vargas Llosa renunciaba a presidir el Lugar de la Memoria. Habían bastado esas líneas para borrar de un plumazo la norma. El escritor peruano había logrado deshacer un decreto supremo con una carta, algo que solo pueden hacer los que dominan, al antojo, el poder de la palabra. Y Varguitas, por supuesto, es un maestro en esas artes.

Lea la carta de renuncia de Mario Vargas Llosa al Lugar de la memoria. Clic aquí.

Especial Vargas Llosa: Para entender a Vargas Llosa

Especial para “Solo 4”

Ricardo Cayuela*
Un autor de la trascendencia, del peso, de la inteligencia de Mario Vargas Llosa finalmente ha sido reconocido universalmente con el premio Nobel de Literatura. Es un premio que esperábamos hacía mucho tiempo.
Para entenderlo y analizarlo, tenemos que remitirnos al tema del “poder”. "Conversación en la catedral" es un retrato del poder, de la relación de los latinoamericanos con las figuras gobernantes y, a partir de allí, creo que nace la preocupación central en todo lo que vendría después. Incluso desde antes, desde “La ciudad y los perros” ya había esa línea argumental. Por ello, estoy de acuerdo en que el poder es la línea central de la obra de Vargas Llosa como bien lo ha señalado la Academia Sueca.
En realidad, no creo que haya ningún peruano contemporáneo que haya hecho más por su país, puesto que ahora, pese a la vindicta de mucha gente, ha encumbrado al Perú no solo a nivel latinoamericano, sino a nivel universal.

* Ricardo Cayuela es autor del libro “Para entender a Vargas Llosa”.