No fue todo lo que leí de Vargas Llosa lo que me convenció de su compromiso literario por la libertad y la democracia. No fueron esas escenas indelebles creadas a partir de sus oraciones entretejidas con la pasión fácil del artesano culto: la sangre caliente que hacía salpicar en la arena un hábil cojo chavetero, la música divertida de un prostíbulo desolado con paredes verdes, aquel aterrorizado adolescente castrado por un perro traicionero en los camerinos de un colegio pituco o las melosas radionovelas que prometen sueños de felicidad prohibida. No fue la batalla del periodista miope para ponerse a salvo de una guerra apocalíptica, ese cabo costeño subiendo incrédulo por el caminito de Huancayo, aquella niña blanquísima obligada a rejuvenecer el sexo de un dictador, ni el magnate chino y voyeurista agasajándose en una habitación de hotel con el reencuentro de dos amantes. No fue ni siquiera esa novela total y amplia que se puede resumir en la pregunta: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. No fueron las decenas de cuentos, novelas y ensayos cuyos personajes persiguen en sueños reclamando vigencia. Fue una carta. Una sola carta que costó minutos en hacerse y cuyo párrafo más sublime decía: “La razón de mi renuncia es el reciente Decreto Legislativo 1097 que, a todas luces, constituye una amnistía apenas disfrazada”. Estaba dirigida al presidente de la República, Alan García, en respuesta a un infame decreto nacido del Ejecutivo que buscaba favorecer a un grupo de procesados por violación de Derechos Humanos y por el cual, Vargas Llosa renunciaba a presidir el Lugar de la Memoria. Habían bastado esas líneas para borrar de un plumazo la norma. El escritor peruano había logrado deshacer un decreto supremo con una carta, algo que solo pueden hacer los que dominan, al antojo, el poder de la palabra. Y Varguitas, por supuesto, es un maestro en esas artes.
Lea la carta de renuncia de Mario Vargas Llosa al Lugar de la memoria. Clic aquí.
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