Madrid. 05 de mayo de 2005. 11 de la noche. Residencia diplomática del Embajador del Perú. Ágape para los escritores peruanos invitados al Congreso de Narrativa Peruana. Mientras todos conversábamos y degustábamos los anticuchos, los pisco souers y la papa a la huancaína que Gastón Acurio había preparado para la ocasión, apareció, de pronto, la figura insigne de Mario Vargas Llosa. El salón quedó en absoluto silencio.
Hacía rato que conversaba con mis amigos Carlos García Miranda, Roberto Tarazona, Christian Reynoso y Ricardo Virhuez sobre temas relacionados con la literatura contemporánea. De pronto, sin siquiera sospecharlo, apareció en la sala la figura refinada, imponente, de Mario Vargas Llosa. Recuerdo mucho su traje plomo y su corbata negra moteada de puntos blancos. Caminaba a pasos lentos, con una copa de vino en la mano, deteniéndose apenas cinco minutos con cada grupo al que llegaba para saludar. De pronto Carlos, que hacía rato seguía con inquietud sus lentas evoluciones en cada grupo, se me arrimó con desasosiego:
—Oye, huevas, si haces que Vargas Llosa se quede más de cinco minutos con nosotros, te pongo una botella de pisco peruano.
No le respondí, pero tomé nota de su ofrecimiento. Poco después, Vargas Llosa, en efecto, llegaba a nuestro grupo. Cuando me vio y yo le recordé que nos habíamos conocido en 2003, en una otoñal Madrid (gracias a la presentación personal de mi compadre Carlos Villanes Cairo durante la conferencia de prensa de una de sus últimas novelas), él me miró y me dio una respuesta que me emocionó: “Claro, nos conocimos en la Casa de la América; es la tercera vez que nos vemos; ya somos viejos amigos”. Contaba, desde luego, el encuentro de esa misma mañana durante la apertura del Congreso. Brindó con nosotros, nos preguntó sobre banalidades del Perú (el clima, las obras de la municipalidad de Lima, su primo perdido Pedro Llosa, escritor como él) y, pasados los cinco minutos, pretendía emprender la retirada, cuando sentí el codazo de Carlos.
—Doctor —me atreví entonces—, Carlos y yo enseñamos literatura en la universidad y tenemos una duda: él dice que Joanot Martorell era francés y yo digo que era Valenciano.
Vargas Llosa, que tenía el pie enfilado para el repliegue, se detuvo y, milagrosamente, volvió a prestarnos toda su atención. La pregunta sobre Martorell había sido científicamente calculada, pues sabía yo que Vargas Llosa se había doctorado con una tesis sobre ese autor, a quien admiraba enormemente, y que era uno de los pocos especialistas vivos en novelas de caballería.
—Pues, los dos tienen razón —nos respondió—. Joanot era valenciano pero conocía la cultura francesa.
Y se despachó con una cátedra brillante de literatura provenzal que duró media hora. La lección fue tan brillante, tan sobrecogedora, que todos nos olvidamos del tiempo y yo, personalmente, del pisco. Terminada la cátedra, el maestro pasó al grupo siguiente, que lo esperaba con ansiedad.
En el grupo todos quedamos satisfechos y, durante el resto de la velada, nos dedicamos a bebernos todo el vino que había disponible. A las 2 de la madrugada debimos retirarnos. Parte del grupo (Christian, Carlos y yo) recalamos en el mismo departamento en Coslada, cerca del Aeropuerto (de mi gran amigo Mario Suárez Simich) y a las 3 de la mañana nos encontramos frente a frente, inermes, pero con ganas suicidas de seguir la borrachera hasta las últimas. Entonces nos enfocamos en Carlos y con nuestras miradas le reclamamos el pisco peruano que nos habíamos ganado a pulso.
—¿Y el Pisco de Vargas Llosa? —le pregunté.
Él nos devolvió una mirada pícara, nada inocente, que nos restituyó alguna esperanza.
—Aquí está — respondió, sacando como un prestidigitador de sus ropas una botella de pisco acholado de etiqueta verde.
Nos miramos, estupefactos, mientras Carlos abría la botella con gran fruición. Él no había tenido la oportunidad de salir a las calles a comprar un trago, y menos un pisco acholado a esas horas de la madrugada, así que volvimos a mirarlo con incredulidad. Carlos terminó de abrir la botella, escanció una copita al tope, y nos hizo un guiño cómplice:
—El bar del embajador estaba bien surtido —nos dijo.
—Oye, huevas, si haces que Vargas Llosa se quede más de cinco minutos con nosotros, te pongo una botella de pisco peruano.
No le respondí, pero tomé nota de su ofrecimiento. Poco después, Vargas Llosa, en efecto, llegaba a nuestro grupo. Cuando me vio y yo le recordé que nos habíamos conocido en 2003, en una otoñal Madrid (gracias a la presentación personal de mi compadre Carlos Villanes Cairo durante la conferencia de prensa de una de sus últimas novelas), él me miró y me dio una respuesta que me emocionó: “Claro, nos conocimos en la Casa de la América; es la tercera vez que nos vemos; ya somos viejos amigos”. Contaba, desde luego, el encuentro de esa misma mañana durante la apertura del Congreso. Brindó con nosotros, nos preguntó sobre banalidades del Perú (el clima, las obras de la municipalidad de Lima, su primo perdido Pedro Llosa, escritor como él) y, pasados los cinco minutos, pretendía emprender la retirada, cuando sentí el codazo de Carlos.
—Doctor —me atreví entonces—, Carlos y yo enseñamos literatura en la universidad y tenemos una duda: él dice que Joanot Martorell era francés y yo digo que era Valenciano.
Vargas Llosa, que tenía el pie enfilado para el repliegue, se detuvo y, milagrosamente, volvió a prestarnos toda su atención. La pregunta sobre Martorell había sido científicamente calculada, pues sabía yo que Vargas Llosa se había doctorado con una tesis sobre ese autor, a quien admiraba enormemente, y que era uno de los pocos especialistas vivos en novelas de caballería.
—Pues, los dos tienen razón —nos respondió—. Joanot era valenciano pero conocía la cultura francesa.
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Vargas Llosa, que tenía el pie enfilado para
el repliegue, se detuvo y, milagrosamente,
volvió a prestarnos toda su atención.
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Vargas Llosa, que tenía el pie enfilado para
el repliegue, se detuvo y, milagrosamente,
volvió a prestarnos toda su atención.
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Y se despachó con una cátedra brillante de literatura provenzal que duró media hora. La lección fue tan brillante, tan sobrecogedora, que todos nos olvidamos del tiempo y yo, personalmente, del pisco. Terminada la cátedra, el maestro pasó al grupo siguiente, que lo esperaba con ansiedad.
En el grupo todos quedamos satisfechos y, durante el resto de la velada, nos dedicamos a bebernos todo el vino que había disponible. A las 2 de la madrugada debimos retirarnos. Parte del grupo (Christian, Carlos y yo) recalamos en el mismo departamento en Coslada, cerca del Aeropuerto (de mi gran amigo Mario Suárez Simich) y a las 3 de la mañana nos encontramos frente a frente, inermes, pero con ganas suicidas de seguir la borrachera hasta las últimas. Entonces nos enfocamos en Carlos y con nuestras miradas le reclamamos el pisco peruano que nos habíamos ganado a pulso.
—¿Y el Pisco de Vargas Llosa? —le pregunté.
Él nos devolvió una mirada pícara, nada inocente, que nos restituyó alguna esperanza.
—Aquí está — respondió, sacando como un prestidigitador de sus ropas una botella de pisco acholado de etiqueta verde.
Nos miramos, estupefactos, mientras Carlos abría la botella con gran fruición. Él no había tenido la oportunidad de salir a las calles a comprar un trago, y menos un pisco acholado a esas horas de la madrugada, así que volvimos a mirarlo con incredulidad. Carlos terminó de abrir la botella, escanció una copita al tope, y nos hizo un guiño cómplice:
—El bar del embajador estaba bien surtido —nos dijo.
Nuevamente Bossio demuestra sus virtudes narrativas, inventado una historia con final feliz. Lástima que la realidad haya sido otra: Vargas Llosa se quedó con nosotros lo justo para tomarnos la foto y, sobre todo, nunca hubo tal pisco Vargas...
ResponderEliminarCHÉVERE EL POST
ResponderEliminarSIEMPRE LA PENDEJADA DEL PERUANO
HASTA PARA "CULTURIZARSE"
SALUDOS DESDE CORREO TRUJILLO
!!!