sábado, 12 de febrero de 2011

El señor S


Luis A. Pacheco Mandujano

Para cuando el señor S, abogado y político de larga data, recibió, aquel inolvidable seis de agosto, dos certeros, sonoros y vigorosos bofetones en el rostro de parte de uno de los enemigos que él mismo había cultivado, ya era decrépito y, aunque se juraba a sí mismo lo contrario, se sentía más que agotado.

Era el resultado de su vida misma: fuera de tres fiascos conyugales, numerosos flirteos estériles, los que más bien parecían esconder –a modo de exorcismo interno– alguna forma de homosexualidad latente, y con menos reconocimientos íntimos y más negaciones cobardes de sus consecuencias matriciales, dos décadas enteras se las había pasado buscando una ocasión, en cuanto proceso electoral se había convocado –que a lo largo de ese tiempo fueron más de quince–, para ocupar un cargo público electoral. En cada oportunidad había fracasado estrepitosa y vergonzosamente.

Para ser sinceros y completos en la descripción, sin embargo, su contumacia en aquello último revelaba que de lo único que no estaba cansado era de seguir insistiendo en asuntos, que la vida misma le había demostrado de sobra, que no estaban reservados para él. Jamás sería autoridad pública socialmente elegida. Y ya que había diseñado su existencia para tal fin, haciéndose creer, por él mismo y por sus aduladores portátiles, que tenía un futuro en este camino. Las cuentas finales de su biografía eran calamitosas. La conclusión final le enrostraba la verdad: toda su existencia era un monumental fracaso. Si alguna vez, durante su primera juventud, el señor S asemejaba a un idílico idealista, un tipo que aparentó tratar de arreglar su ser en función de ciertos valores, la catana contundente que la historia le había dado –tal vez porque la Providencia lo había ya descubierto como un Caín– le obligó, después, a descubrirse, tal cual, ante la desnudez del alma: era un don nadie, un sujeto vacío de todo, un perdedor.

El señor S sabía todo esto muy en su interior. Era éste su secreto, y por eso, para contradecir a la “maldita” realidad, y siguiendo el proceder consuetudinario que todo perdedor se ve obligado a ejecutar para sobrevivir, la imagen que de sí diseñaba para quienes lo conocían, o para quienes él quería que lo conocieran, e incluso para su propio espejo, trataba de ser la de un “gentleman”, un caballero bien portado, un experimentado político y un hábil letrado.

Los bofetones bien ganados que había recibido resultaron, para él y para todos en la ciudad, un hecho emblemático. Quien se los había propinado no era cualquiera. Se trataba de quien, otrora, había sido uno de sus mejores amigos, alguien leal a él y que lo quiso verdaderamente. Pero aun así, fue traicionado y demolido con la ayuda y complicidad de los adláteres con los cuales él solía convivir y moverse. ¿Por qué? En verdad, el señor S era víctima agobiada de la fiebre desmesurada de poder, de ésa que enferma y envilece el alma; de ésa de la que advertía Lord Acton. Esta felonía convirtió el sentimiento amical en odio atroz, en una fuerza de enemistad que ya sólo desaparecería con la muerte.

Los lapos fueron, pues, por todo esto, mortales para S, y llegaron justamente cuando el tiempo se le acababa. En cuatro meses más estaría de nuevo caminando por las calles llenas de gente que lo identificaría, no como un buen ejemplo de persona o como un valor viviente, sino sólo como un perdulario. ¿A dónde iría? No tenía amigos, sólo sobones que actuaban a su lado. Pero hasta eso tenía un costo que en poco tiempo no podría pagar más.

El señor S, que temblaba de miedo en su interior por enfrentar su verdad, era nadie, era ínfimo, era nada. Pronto ya no sólo sería un cansado decrépito, sería también un paria, sin casa, sin amigos, sin compañeros, sin mujer, sin familia: la institución que detestó siempre al no haber tenido la capacidad suficiente para definir su dialéctica hormonal. Y peor aún, ya no sólo no sería jamás autoridad pública socialmente elegida, tampoco sería hombre. Debía, entonces, perecer.

1 comentario:

  1. José Francisco Rondón Del Águila19 de diciembre de 2011, 13:07

    Si cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia, no puede dejar de apreciarse la excelente caricatura radiográfica de ese perdedorsito aprista que es el hazmerreir del jirón Ica. Muy bien profesor Pacheco. Su entereza moral y su consecuencia política y personal lo autorizan 100% a escribir con tal claridad.

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