Juan Carlos Suárez Revollar
La primera vez que leí a Herman Melville comprendí que la literatura admite, a partir de su génesis, multitud de significados. El uso de los símbolos permite al autor dotar a su obra de esa ambigüedad que, a flor de piel en su escritura, está lista para que cada lector, desde su propia individualidad —un mundo personal y privado—, pueda interiorizar las dos, tres, acaso decenas, cientos o miles de interpretaciones, todas válidas, y todas acordes con su respectivo lector.
Menciono a Melville porque durante su lectura experimenté una serie de emociones que ahora, transformadas por el tiempo y, seguramente, por esa extraña lógica que la adultez nos da, he vuelto a sentir con la lectura de «Oquendo. Espejo para ciegos imaginarios» (Zeit Editores, 2010). Pero lo que en Melville es un agente destructor, escurridizo y lejano, «el inalcanzable fantasma de la existencia humana», como este definió a Moby Dick, la enigmática ballena blanca —a la que conviene dejar pasar de lejos, bajo riesgo, de lo contrario, de dejar la vida—; en Gerardo Garcíarosales (Jauja, 1944) es más bien la cosmogonía andina vista desde una óptica diluida en un mundo onírico, o aun metafísico. El misticismo que se respira a través de sus páginas ha escamoteado el significado real que el autor ha concebido, y se ha tornado en una irrealidad lista para ser confrontada por el lector desde sus propias creencias y, claro, desde su propia percepción.
Eso mismo trasunta el poema «Espejo para ciegos imaginarios», continente de versos oscuros que, pese a ello, busca aclarar aquello que el autor, intencionalmente, ha callado, porque de por sí ya ha dicho, y mucho: «El espejo para ciegos imaginarios donde se reflejan nuestras veleidades / cambió el orden de aquellas defectuosas demarcaciones […] / La inadvertida presencia de la razón empezó su lenta consagración».
La poética de Garcíarosales refiere también, como ocurre en el poema «Menudas medusas en la espesura del vacío», el atosigamiento que el vacío, gigantesco e incomprensible, cubre todo espacio posible e impide la concepción de la escurridiza realidad, tornada en mundo subjetivo: «Detengo mis pasos y veo al soñador que se disolvió sorpresivamente. / Calculo la ruta de sus alas y sus ojos llenos de vientos minerales / dejan para nuestra contemplación cinco metros de realidad / y nos divertimos como menudas medusas en la espesura del vacío».
El mundo andino es vuelto a comprender, ya aceptado como un espacio, como «el espacio», en que los mitos y el misticismo han absorbido la realidad, y es a través de ellos la única forma de entenderlo.
Carlos L. Orihuela escribió que en este libro el autor «se ha desviado hacia el espejo personal, hacia la autocontemplación turbada y el desvelo introspectivo». Por eso mismo, y del modo regular para la naturaleza humana —pues el poeta es humano, a su pesar—, este teme al fin de la vida. Ejemplo de ello es «Extraviados mis irreverentes años»: la muerte, tan cercana y temida, se cierne inevitable, lista para consumir, de un solo zarpazo, hasta el último resquicio de la memoria, del recuerdo y el pasado. Pero ese pasado ha perdido sustancia, ya los años, largos y tediosos, se han reducido a apenas recuerdos.
Garcíarosales me dijo una vez que «un poeta se renueva constantemente, pues la creatividad no es un acto ocioso ni de bohemia intrascendente. El escritor va experimentando a cada instante entre el vivir constante de la existencia». Estoy convencido que no le falta razón, y «Oquendo. Espejo para ciegos imaginarios» es la mejor prueba de ello.
DATO:
Un libro fundamental de la obra de Gerardo Garcíarosales es «Luna de agua», que ha sido publicado este mes por el sello Acerva Ediciones en una bonita edición corregida y aumentada. Forma parte de la colección Pasiones narrativas, que reúne lo mejor de la literatura de la Región Centro.
En Gerardo Garcíarosales (Jauja, 1944) es más bien la cosmogonía andina vista desde una óptica diluida en un mundo onírico, o aun metafísico.
* Texto leído durante la presentación del libro, en mayo de 2011.
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