miércoles, 25 de abril de 2012

Chaplin, la reflexión hilarante de un mundo trágico

Marlon Zenteno Mayorca
En una entrevista que diera Woody Allen al semanario Le Nouvel Observateur, el cineasta declaró sobre Chaplin y Buster Keaton: “En los ambientes americanos está bien visto preferir Keaton a Chaplin. Es cierto que Keaton es un genio, y desde el punto de vista puramente técnico, sus películas son mejores que las de Chaplin, pero Chaplin era tan divertido…, era más humano. Cuando bajaba por una calle con ese aire malicioso empezabas ya a sospechar que habría bronca… Es mucho más moderno. Keaton era brillante y glacial, yo cambiaría con gusto todas sus películas por “Luces de la ciudad”. Es esa mezcla de humor y emoción lo que conmueve y me parece importante…” En esta comparación hay que decirlo, había más de emotivo que de racional, más de apasionado que de sesudo y es que Chaplin era eso: emotividad, ya sea para movernos hacia la carcajada más aparatosa como al llanto más sentido, al que siempre acompañaban suspiros profundos, fruto de las alegres payasadas de un bufón melancólico y sentimental que no tenía el reparo de ser tan tímido como desfachatado. Eisenstein ya había vislumbrado esa “amoralidad”, esa “crueldad” que siempre acompañaba su inocencia. Claramente evidentes en sus primeros cortometrajes, los cuales eran muchas veces una excusa perfecta para hacer rabiar al gordo transeúnte o al policía que se cruzaba por su camino. Pero en Chaplin había también tragedia y en grado sumo, seguramente por el recuerdo de sus primeros años, en donde subsistía actuando para el campamento de gitanos de la comunidad de la que provenía y con mayor certeza por el padre alcohólico que le había tocado, la madre enferma y los hermanos presas de la desnutrición y el abandono. De la mano de ellos iría al Asilo de Lambeth en el sur de Londres, y luego, a la escuela Hanwell para huérfanos y desamparados. Había tragedia por el dolor colectivo, por la humanidad indolente, la explotación y, naturalmente, por el sufrimiento del individuo marginado, pobre, sin educación, herencia o título de corte alguna. Chaplin o mejor dicho, Charlot (el alter ego, vagabundo y carismático que reinaba en la pantalla), reflejaba como nadie en su época el estado del mundo y sus repercusiones en los seres humanos que jugaban un rol sin posibilidad de controlar los hilos de su propia existencia, en eso entonces, hay mucho de trágico y de expresionista, no es para extrañarse que el propio Franz Kafka le dedicara estas palabras: “En sus ojos llamea la desesperación de no poder cambiar la miseria de este mundo; sin embargo, no se da por vencido. Como todo auténtico humorista, tiene la agresividad de un animal de presa. Con ello se dispone a abordar el mundo. Y lo hace de una forma peculiar…” Mas hay que retomar el objeto de la comparación de estas líneas: el buen Buster Keaton, que a ojos de muchos es superior a Chaplin. Es cierto que su esmero y minuciosidad creativa eran impecables y correctísimas en pantalla, pero su severidad, y si se quiere, su austeridad, son aún palpables ante una obra tan explosiva como la de Chaplin, quien probablemente desdeñaba los tecnicismos complejos a los que nos acostumbraríamos desde Griffith, y se abstenía de realizar “malabares con la cámara” (como acostumbraba decir), lo que llevaba a que explotara el plano-secuencia hasta el cansancio, como recurso expresivo. En Chaplin hay que buscar algo más que la corrección técnica, que la pompa renacentista y académica que pulula en el arte, en Chaplin hay que ver la paternidad que desbordaba en “The Kid”, cuando el pequeño Jackie Coogan se aferra al vagabundo con un llanto desgarrador, al ser separado de este, o el amor hacia los animales en “Vida de perros”, hay que ver también al ser humano que siente como cualquier otro y se enamora, aun si no es correspondido o tomado en serio, como la escena magistral de “Luces de la ciudad” donde la muchacha ciega (Virginia Cherrill) descubre a su paupérrimo y desprendido protector en la figura de un maltrecho y miserable Charlot; y ni qué decir de la joya que es “La Quimera del oro”. Pero esa humanidad también resultaba perjudicial en tanto el genio podía caer en el cliché, en la mirada prejuiciosa y subjetiva, como resaltaría uno de sus amigos, gran admirador y más que eso, severo crítico, Luis Buñuel, el cual lo acusaba de insistir con los “lugares comunes” para provocar esa bendita emotividad. Y es algo más que evidente en cintas como el “Gran dictador” o “Tiempos modernos”, en donde la retórica de moraleja asoma. De cualquier forma, es Chaplin el cineasta que el siglo XX engendró para que la sociedad detuviera su codicia, su egoísmo y su crueldad, y se dejara llevar por una broma risueña entre el horror y el sufrimiento.

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