lunes, 16 de septiembre de 2013

El nobel de la paz y la guerra

Jhony Carhuallanqui

Foto: Josh Lederman
Cuando en 2009 el Premio Nobel de la Paz fue concedido a Barak Obama, muchos quedaron sorprendidos (o decepcionados) y cuestionaron tal mérito, pues era atrevidamente opuesto al testamento de Alfred Nobel, en el que se establece que tal distinción correspondería «a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz».
Por aquel entonces, EE.UU. lideraba una ofensiva contra Afganistán e Irak que tuvo como colofón la ejecución de Saddam Hussein y luego la de Osama Bin Laden, que si bien eran sujetos despreciables por sus prácticas terroristas (incluso contra la población civil), debieron ser juzgados en procesos “más transparentes” ante la comunidad internacional, que al margen de querer una sanción ejemplar, no debe desconocer los derechos fundamentales que todo individuo tiene.
La indignación fue mayor cuando al recibir el premio, Obama justificó la “necesidad” de las guerras y planteó la teoría de la “guerra justa”, además argumentó que la “no violencia” de Gandhi o la de Luther King no habría detenido a Hitler y que no serviría contra Al Qaeda, desmereciendo así las iniciativas organizativas creadas justamente para evitar estos hechos, como es el surgimiento de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuyo objetivo principal es la de «garantizar la paz y seguridad internacional» y buscar los medios necesarios para resolver los conflictos y, de ser necesario, ver los mecanismos de sanción en base al derecho internacional.
Ahora la decisión de Obama de atacar Siria, fundamentada en la “sospecha razonable” de que el gobierno de Bachar Al Asad habría utilizado armas químicas contra los rebeldes, causando la muerte de, al menos, 1400 personas entre mujeres, ancianos y niños, no tiene el aval de la ONU; es más, este organismo debiera autorizar —sólo en una situación extrema— la intervención militar, por lo que la actitud “matonesca” de EE.UU es un desconocimiento descarado al organismo de paz mundial más importante que agrupa a 193 países del orbe.
Al final, si existen evidencias del uso de estas armas, los responsables tendrán que ser sentenciados, pero ello no implica arrasar con ciudades y sembrar más llanto en cientos de civiles ajenos a los excesos de los que ostentan el poder.
El problema no se resuelve con tan solo retirarle el Nobel a Obama (como ya se propuso), o que China y Rusia apoyen a Siria para “equilibrar” el conflicto, sino que pone sobre el tapete un problema mayor: la ineficiencia del derecho internacional para prevenir este tipo de situaciones y su ineficacia para resolverlo, pues la razón de la comunidad internacional es justamente crear los mecanismos disuasivos pertinentes.
Es paradójico hablar de guerra precisamente a puertas del Día Internacional de la Paz, instituido por la ONU, que se conmemora el 21 de septiembre (anteriormente era el 3er. martes) y que busca «reforzar los ideales de paz en todas las naciones y pueblos del mundo», fomentando y fortaleciendo un espíritu de diálogo y tolerancia como umbrales de una paz perdurable que, por derecho y razón, merecemos.

Dicen que la lección más importante de la historia no es sólo saber qué pasó, sino cómo evitar que se vuelva a repetir: ¿hasta cuándo el conflicto Israel - Palestina derramará más sangre?, ¿hasta cuándo habrá guerras en Somalia o Birmania?, y es que lamentablemente no terminamos de entender, después de tanto tiempo, la reprimenda de Luther King: «Hemos aprendido a volar como pájaros, a nadar como peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos».

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Escribe tu comentario aquí.