lunes, 28 de octubre de 2013

Risas en el parque

Eduardo González Viaña

«El llorar sin reír hace mucho mal». Foto: Aleksandr Rodchenko.
Sentado sobre una banca de un parque de Salem estaba intentando leer un poco cuando, desde la puerta de una casa cercana, vino hasta mí una incontenible explosión de risas femeninas. Pensé en alejarme de inmediato para no invadir la privacidad de quienes la causaban, pero mi curiosidad pudo más, y continué escuchando durante, tal vez, quince minutos una risa que solamente era interrumpida por breves comentarios en castellano.
Se trataba, como después comprobé, de dos damas mexicanas, madre e hija; esta última acaso tenía 20 años, la madre le doblaba la edad.
¿De qué se reían? Era difícil saberlo, porque sus frases entrecortadas no me permitían adivinar lo que les producía tanta hilaridad. Muy pronto, mi curiosidad tuvo su castigo, pues la risa de las dos mujeres se me fue acercando y acercando hasta comenzar a contagiarme, como una cosquilla inaguantable que no pude resistir, y arranqué a reír también.
Pasaron diez, quince minutos, acaso media hora, y yo que lloraba de risa me había tirado desde la banca a la grama y me revolcaba en ella sin dejar de reír. Quería pensar en sucesos tristes, pero no me venía ninguno al recuerdo y cuando por fin pude evocarlos me causaban más risa. Intenté taparme los oídos, pero las malvadas mujeres ensayaban risas cada vez más agudas o usaban unas voces que me causaban más risa.
Tal vez luego de una hora callaron. Se hizo silencio en el parque, pero acaso por inercia yo seguía riendo. Los pájaros, las hojas, los dibujos que trazaban en el aire, mi propia sombra, todo me causaba risa. Entonces, sólo entonces, se me ocurrió lo que debí haber hecho desde el principio: me puse de pie y, con lágrimas en los ojos, avancé hacia ellas para preguntarles de qué nos estábamos riendo tanto.
No sé cómo lo logré. La verdad es que hasta ahora me asombro de toda la fuerza que tuve para levantarme y caminar hasta el patio de la casa donde Carmen Silva y Patricia León reían hasta más no poder. No logro recordar, pero imagino la cara que ponen cuando un hombre con lágrimas y risa incontenibles se acerca a preguntarles: «Por favor, díganme, ¿de qué nos estamos riendo?»
—Nos estamos riendo —me explica Carmen— por el hecho de que Patricita se ha quedado sin trabajo —obviamente, no pude, no conseguía entender—. El jefe descubrió que sus papeles del seguro social son “chuecos”, están falsificados, y hace un par de horas la ha mandado de regreso a casa.
En vista de que no entendía todavía, Patricia aclaró:
—Mi madre y yo somos ilegales. Ella no puede trabajar, porque padece de un problema de salud, y a mí me acaban de echar del trabajo. Además, el dueño de los departamentos nos ha llamado para decirnos que tenemos una semana de plazo para pagar o irnos.
Le entendí menos aún, pero tuve que fingir que me parecía muy graciosa cada una de sus desdichas. Entonces, Carmen clarificó más las cosas:
—Nos reímos —me dijo— porque el llorar sin reír hace mal.
Y me contó que frente a todo lo que les estaba ocurriendo como migrantes ilegales en Estados Unidos —estaban solas sin dinero ni trabajo— optaban por reírse para sentirse bien:

—Nos reímos de todo lo malo, y nos reímos hasta llorar. Patricia a veces quiere regresarse a Guadalajara, pero yo le digo que si hemos llegado hasta aquí, debe ser por algo, y se lo digo riendo porque, como le acabo de decir, el llorar sin reír hace mucho mal.

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