La montaña del alma
Gao Xingjian
Ves un enredijo en la blanca y fina carne apretada por el elástico de la braga. Pegas a él tu rostro y besas su tierno pubis. Ella aprieta tu mano:
—No seas tan impaciente.
—¿Te desvistes tú sola?
—Sí, ¿no es más excitante?
Ella se saca la blusa por encima de la cabeza, que agita por costumbre, pues ya no es necesario con sus cabellos cortos. Se mantiene de pie delante de ti, en medio de sus ropas desparramadas, desnuda, con su mata de vello, tan negra como sus cabellos, que brilla con un vivo resplandor.
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