domingo, 23 de octubre de 2011

COLUMNA: DESDE EL ATELIER

Los colegas

Josué Sánchez Cerrón

Litzelstetten es un pequeño poblado distante cuatro kilómetros de la ciudad de Konstanz, al este del lago del mismo nombre, en la parte alemana. En torno a la avenida principal sólo hay tres restaurantes, un grifo y la iglesia “St. Peter und Paul”, donde el otoño de 1983 pinté un cuadro mural.
Pueblo de paso en el circuito turístico que bordea el lago Konstanz, sus pobladores son en su mayoría gente de mediana edad o ancianos que durante el día laboran en los frutales de la campiña vecina y por la noche se reúnen a tomar cerveza.
Durante el primer mes de mi estadía, solía ir a cenar al “Zum Rubezahl”, el restaurante que quedaba más cerca de mi alojamiento. Con la esperanza de entablar conversación con alguno de mis vecinos, generalmente me quedaba desde las ocho hasta las once de la noche, hora en que cerraba el establecimiento.
En esas ocasiones, no dejaban de atraer mi atención cuatro personajes de lo más raros. Sentados a la barra frente a sus respectivos “chops” de cerveza, se mantenían al margen de los demás, como ausentes, pero ostentando, cada uno de ellos, un singular comportamiento.
Ubicado junto a la máquina tragamonedas, un alemán alto y delgado, de cabello y bigote oscuros, permanecía jugando todo el tiempo, poniendo una y otra vez una moneda tras otra, sin importarle si ganaba o perdía. En cuanto el sonido de los engranajes cesaba, inmediatamente él colocaba otra moneda, de manera automática. Nunca le vi ganar, ni siquiera levantar la cabeza para mirar en dirección de la máquina.
El segundo personaje, bajo, de apariencia fornida y muy rubio, permanecía tomando cerveza por varias horas en completa abstracción, mirando el vaso como si buscara algo dentro. A las once en punto se ponía de pie, pagaba y se marchaba en completo silencio.
Un tercero, de mentón agresivo y tan solitario como el anterior, leía ininterrumpidamente el periódico y sólo hablaba con el barman para pedir más cerveza. Un día, al llegar, vi sentada a su lado una rubia guapísima, bebiendo cerveza y fumando. Todas las miradas masculinas convergían en ella, pero el del mentón prominente no le prestaba la más mínima atención. Ella también se mantenía indiferente. Al cerrar el restaurante, vi con sorpresa que ambos salían abrazados. Después me contaron que eran novios.
Un hombre con apariencia de profesor universitario era el cuarto personaje. Por lo general tomaba cerveza en silencio y pocas veces hablaba, pero cada vez que lo hacía era un punto menos para él. Sobre todo porque su habla consistía en un monólogo, casi siempre sin mucho sentido. Una vez, cierto que inusualmente, un gato permaneció dormido en la puerta del local cerca de dos horas. Eso le causó tal preocupación, que se quedó observándolo fijamente todo el tiempo, insistiendo de rato en rato en que estaba muerto, incapaz de empujarlo o moverlo para comprobarlo y sin dar crédito a los que le aseguraban que sólo dormía.
El comportamiento de estas cuatro personas me llamó tanto la atención que lo comenté con el escritor suizo Martin Lienhard. Según él, eran remanentes de la segunda guerra mundial, seres sin niñez, marcados por la violencia y la pérdida de sus raíces espirituales, que se encontraban por toda Alemania.
Yo los recuerdo como los colegas, «mis colegas». ¿Qué pensarían ellos de mí, sentado ahí, solo, tomando cerveza y sin otra cosa que hacer que mirarlos?

Sentados a la barra frente a sus respectivos “chops” de cerveza, se mantenían al margen de los demás, como ausentes, pero ostentando, cada uno de ellos, un singular comportamiento.



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