Alberto Chavarría Muñoz
Cuando llegué a la reunión de “Dos Amarus”, un miércoles por la noche de hace cuatro años, lo vi sentado hacia una esquina de la oficina, con las piernas cruzadas, su brazo izquierdo, en un ángulo de 90 grados, sobre una de sus extremidades y su mano sostenía el codo del brazo derecho, y la mano diestra sostenía su mentón. Me pareció flaco, mostraba ser alto, un tanto asustado y que se escondía detrás de unos lentes redondos estilo John Lennon. Al sernos presentado su discurso me dejó claro su condición de poeta marginal, contracultura y amante de las transgresiones.
Su poesía sembraba imágenes más que palabras. Su poética recogía los avatares de Hora Zero, Allen Ginsberg, Bukowski, Kerouac, Kloaka, Neón y de los poetas cuasi malditos de Quilca. Era uno de los consuetudinarios de los llamados “poetas del asfalto”, de aquellos que fueron llamados “Los hijos de El Averno”, de aquellos que buscaban superar con sus metáforas el espacio de la violencia política, el pesimismo del primer aprismo, sobrevivir los tiempos del fujishock y construirse como un lugar donde la poesía no muriese de tanto pragmatismo, eficiencia y de la “jodida” historia que preguntaba zavalita.
Vino al Valle del Mantaro (Obviaba las referencias a Huancayo y Jauja), así lo nombraba, por ciertas nostalgias (había vivido en La Oroya en su niñez y su pareja, Hilda, era de estos lares) y para renacer entre vientos, follajes y aire distinto a su Lima entrañable. Como buen poeta contracultural vivía resumiendo el espíritu “hippie”, la transhumancia, el amor pleno, la bohemia y la poesía vital. Entendía a plenitud aquello de “la vida es algo que pasa mientras uno está trabajando”, por lo que escogió vivirla en vez de verla pasar.
Anduvimos en varios recitales poéticos, eso que les causa aversión y miedo a muchos prosaicos, y dejaba su palabra dura y seca destilando metáforas. La ternura que brotaba de ellas no estaba en el significante sino en el juego rítmico, en el adjetivo contundente y en la narrativa creativa. Muchos lo miraban como un sujeto intemporal del hipismo, esa presencia marcaba un contenido de irreverencia, y su discurso asustaba a algunas señoras y señores “decentes”.
Hablar de poesía con él era recorrer, principalmente, toda la poética parnasiana hasta lo actual. Amaba a Rimbaud, Verlaine y Baudelaire. Sufría, por lo humano, con Vallejo. No rechazaba a Moro ni a Neruda. Comprendía mejor a Whitman, a Lucho Hernández y a los de la Generation Beat. Leía mucho y escribía bastante. Sabía corregir buscando el adjetivo y el ritmo.
Iba y venía, nos buscaba, nos mostraba fotos, poemas, canciones, collages, recortes de periódicos, CD´s musicales, especialmente de Jazz, alguna vez libros, y, sobre todo, quería conversar. Tal vez porque se sentía: “Soy solo un muchacho limeño… desorientado y rabioso… enojado por las pérdidas signadas de rumores que tocan sus manos y sus zapatos en el centro justo de su corazón / Cansado de hablar de angustias y enfermedades (…) las voces turbias (…) con un refugio invisible siempre en mente / con las ganas podridas de gemir y gritar oscuro a los cuatro vientos de por qué mierda ¡¡¡Que por qué!!!” (Poemario El creyente).
¿Por qué no fue un chico como los demás, tranquilo y correcto? Mi única hipótesis es que decidió ser libre, por ello mismo transgresor, y con el único sentido de vida que sentía: vivir la poesía hasta sus últimas consecuencias. Se convirtió, si vale el paralelo, en un militante apasionado de la poesía y la poética. Para él la utopía estaba en la poesía. Su vida es una demostración de ello, a pesar de Platón. Tal vez no sea un grande de la poesía peruana, pero nosotros, sus amigos y amantes de la verdadera poesía, lo sentiremos así y su divisa: Desakato, perdurará hasta que cerremos los ojos.
Dejaba su palabra dura y seca destilando metáforas. La ternura que brotaba de ellas no estaba en el significante sino en el juego rítmico, en el adjetivo contundente y en la narrativa creativa.
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