Kurtz y Marlowe: peregrinos de las tinieblas
Juan Carlos
Suárez Revollar
El
personaje más importante de El corazón de
las tinieblas
(1899) —la genial novela de Joseph Conrad (Polonia, 1857-Inglaterra, 1924)— es
Kurtz, un europeo que ha hecho su propio reino en una estación de la colonia
belga que era el Congo, en el África Central, donde una hueste de rufianes
empleados por la «Compañía» venía saqueando el territorio y esclavizando a los
nativos. Lo conocemos a través de Charlie Marlowe, un personaje con tanta
afinidad con Conrad, que este no dudó en aceptar que se trataba de su
alter ego (además aparece en Juventud,
Azar y Lord Jim,
otras historias del autor).
Debe destacarse que Marlowe no es el
verdadero narrador de la novela, pues ese rol recae en un anónimo personaje
que, en tanto lo describe junto a sus compañeros de cubierta en el ‘Nellie’
—mientras surcan el río Támesis en Londres, tan afín en la novela al río
Congo—, reproduce lo que ha empezado a contar de su breve experiencia como
«marinero de agua dulce», cuando tuvo que internarse en las tinieblas.
Por su compleja estructura, Kurtz
aparece como una figura de tercera mano: si bien Marlowe es el testigo que lo
ha conocido e interactuado con él, la mayor parte de lo que sabe de Kurtz
proviene del testimonio de terceros. Sumado a ello, ese retrato suyo llega
filtrado por el narrador anónimo, llegando así al tope de la subjetividad.
Aunque Marlowe ya había leído el
brillante informe escrito por Kurtz para que sirviera como guía a la organización
fachada de supresión de costumbres salvajes (es anulado por su propio autor con
una sola frase, agregada cuando ya perdía la razón: «Exterminad a todas estas
bestias»), lo impresiona recién oírlo. La única forma —para él— de reconocer la
grandeza de otro hombre era escuchándolo. Por eso la verdadera conexión entre
ambos llega a través del caótico y sucinto diálogo que sostienen. Marlowe se ve
obligado, entonces, a mirar a través de la esencia de su ser, y halla en Kurtz
«el inconcebible misterio de un alma que no había conocido frenos, ni fe, ni
miedo, y que había luchado, sin embargo, ciegamente consigo misma».
En efecto, la lucha interior de Kurtz
se debate entre el llamado de lo salvaje (con el que se integra tan bien, al
extremo de convertirse en una suerte de deidad para los nativos e incluso para
los blancos) y la posibilidad de retorno al mundo de los hombres «civilizados»
(así, entre comillas). Es difícil adivinar cuál de las tendencias iba a
triunfar en él. Kurtz se ha vuelto salvaje, diríase loco: ejecuta a sus
súbditos (los que osaron revelarse o, acaso, a los que se le antojó matar) y
convierte sus cabezas cortadas en motivos ornamentales a la puerta de su
palacio. Ese frenesí llega por su debilidad hacia el marfil, ante el cual es
incapaz de atender razones. Pero el último lote que ha guardado para sí —y que
acopió «tras riesgos personales absurdos»—, nos remite por su fin utilitario a
un posible retorno a Europa, donde lo espera su prometida.
Hay personajes en la literatura a
quienes se recuerda con la afabilidad de aquellas amistades gratas y
entrañables. Eso son Marlowe y Kurtz, dos viejos amigos nuestros que peregrinan
en las tinieblas de la humanidad.
MÁS DATOS: La «Compañía» en el Congo
El Congo era una colonia controlada por el rey belga
Leopold II, donde puso en marcha una Compañía dedicada a la extracción de
marfil, caucho y copal. Aunque empresarialmente era tan ineficiente como se
pueda concebir, sus gigantescas ganancias solo son justificables por la mano de
obra esclavizada a través de la tortura y el asesinato por los rufianes a los
que tenía por empleados, cosa que también refleja Conrad en El corazón de las tinieblas. En la novela, además, define
la intención moral de los europeos que tratan de arrancar riquezas a esta
tierra y la compara con la de unos bandidos que violentan una caja fuerte.
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