Ilustración de Raskólnikov,
protagonista de “Crimen y castigo”.
protagonista de “Crimen y castigo”.
Yeniva Fernández*
La mayoría de las personas suele recordar su etapa escolar como una época feliz, a la cual no dudarían en regresar si tuvieran la oportunidad. En mi caso ocurre lo contrario. Durante la primaria fui una niña tranquila y obediente. La profesora me habría amado de no ser por un detalle: no me gustaba estudiar. Explicándolo mejor, estudiaba sólo lo que me interesaba. Y en el espectro de mis intereses infantiles lo único que me importaba era Lenguaje (más bien la parte de las lecturas) e Historia, por lo que mis calificaciones en todo lo demás no pasaban de once o doce. Con todo, en primaria tenía una maestra que comprendía mis debilidades y no se esforzaba en cambiarme.
La hecatombe llegó en primero de secundaria. Otro colegio, nuevas compañeras, profesoras distintas para cada curso. Todo junto fue demasiado para mí, y me refugié en la lectura. Cuando terminé todos los libros que había en mi casa, descubrí la Biblioteca Municipal. Mientras tanto mi vida académica era un desastre. No atendía a las clases, prefería acompañar en su venganza a Edmond Dantés, el conde de Montecristo; o me tiraba la pera para leer en el parque “El retrato de Dorian Gray”. Un día tropecé con un título que llamó mi atención: “Crimen y castigo”, del ruso Fedor Dostoievski. Este encuentro coincidió con la cercanía de la fecha de entrega de notas de medio año. Mi final se aproximaba, lo sabía. ¿Qué harían mis padres cuando vieran mi libreta? Me entregué a la lectura de esta novela con pasión. Sufrí con Raskólnikov todos los martirios por el crimen cometido. Entretanto, ya no dormía, caminaba como una sonámbula rumbo a la escuela. En casa no hablaba con nadie, evitaba los ojos de mi familia, temerosa de que algún gesto o mirada delatara mi culpabilidad. Yo no era Raskólnikov, pero me sentía como él, pues mi crimen también sería descubierto: tarde o temprano mi libreta llegaría a manos de mis padres.
Mi espíritu no resistió, caí enferma. Mi padre recogió mi libreta y, con una resignación que no esperaba, dijo: “qué se va a hacer pues, repetirás el año”. Perpleja, me saqué el termómetro de la boca. Hasta entonces esa posibilidad no había cruzado por mi mente. ¿Repetir yo? En el semestre que siguió remonté todos mis cerocincos. Acabé el año con felicitaciones. Lo que no terminó, sin embargo, fue mi amor por la literatura y mi admiración por el maestro ruso.
* Yeniva Fernández (Lima, 1969) es escritora, autora del volumen de cuentos “Trampas para incautos” (Revuelta Editores, 2009).
La mayoría de las personas suele recordar su etapa escolar como una época feliz, a la cual no dudarían en regresar si tuvieran la oportunidad. En mi caso ocurre lo contrario. Durante la primaria fui una niña tranquila y obediente. La profesora me habría amado de no ser por un detalle: no me gustaba estudiar. Explicándolo mejor, estudiaba sólo lo que me interesaba. Y en el espectro de mis intereses infantiles lo único que me importaba era Lenguaje (más bien la parte de las lecturas) e Historia, por lo que mis calificaciones en todo lo demás no pasaban de once o doce. Con todo, en primaria tenía una maestra que comprendía mis debilidades y no se esforzaba en cambiarme.
La hecatombe llegó en primero de secundaria. Otro colegio, nuevas compañeras, profesoras distintas para cada curso. Todo junto fue demasiado para mí, y me refugié en la lectura. Cuando terminé todos los libros que había en mi casa, descubrí la Biblioteca Municipal. Mientras tanto mi vida académica era un desastre. No atendía a las clases, prefería acompañar en su venganza a Edmond Dantés, el conde de Montecristo; o me tiraba la pera para leer en el parque “El retrato de Dorian Gray”. Un día tropecé con un título que llamó mi atención: “Crimen y castigo”, del ruso Fedor Dostoievski. Este encuentro coincidió con la cercanía de la fecha de entrega de notas de medio año. Mi final se aproximaba, lo sabía. ¿Qué harían mis padres cuando vieran mi libreta? Me entregué a la lectura de esta novela con pasión. Sufrí con Raskólnikov todos los martirios por el crimen cometido. Entretanto, ya no dormía, caminaba como una sonámbula rumbo a la escuela. En casa no hablaba con nadie, evitaba los ojos de mi familia, temerosa de que algún gesto o mirada delatara mi culpabilidad. Yo no era Raskólnikov, pero me sentía como él, pues mi crimen también sería descubierto: tarde o temprano mi libreta llegaría a manos de mis padres.
Mi espíritu no resistió, caí enferma. Mi padre recogió mi libreta y, con una resignación que no esperaba, dijo: “qué se va a hacer pues, repetirás el año”. Perpleja, me saqué el termómetro de la boca. Hasta entonces esa posibilidad no había cruzado por mi mente. ¿Repetir yo? En el semestre que siguió remonté todos mis cerocincos. Acabé el año con felicitaciones. Lo que no terminó, sin embargo, fue mi amor por la literatura y mi admiración por el maestro ruso.
* Yeniva Fernández (Lima, 1969) es escritora, autora del volumen de cuentos “Trampas para incautos” (Revuelta Editores, 2009).
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