Crónica de una muerte anunciada
Diana Panez García
Diana Panez García
Con aproximadamente ocho años descubrí que había algo más allá de Caperucita Roja y Blanca Nieves (lo intuía). No podía creerme ese mundo dulce y malévolamente planeado para la perfección (lo que me vendía la abuela, quien con cuentos rosas me enseñaba a leer). Así fue como lo encontré: decidida a esculcar entre los libros de papá, hallé uno pequeño (a mi edad eso me atrajo muchísimo, pero el título lo hizo más). ¿Cómo puede estar una muerte ya anunciada y además ser narrada?, me pregunté. Eso me encantó. Mi viejo ejemplar de “Crónica de una muerte anunciada” llevaba en la portada un gráfico llamativo que entonces me pareció violento, aunque no al punto de amedrentarme.
Nuestra relación se inició esa misma tarde. Realmente viví aquella historia. Sufrí como una habitanta más de aquel pueblo que sabía que Santiago moriría pero no pudo advertirle. Me ilusioné (a pesar de ya conocer el final) creyendo que Cristóbal Bedoya podría salvarlo. Lloré cuando lo asesinaron. Me estremecía al conocer el arma con la que los hermanos Vicario matarían a Santiago; me tardé en entender la importancia del honor, y deduje que “la prima boba” lo mató.
Comencé saliendo de casa junto a Santiago (sin tanta fe), no calculé el alcance de aquel sueño, y le hice un guiño a Divina Flor. No volví a toparme con “Cristo B”. Saludé a mi novia y no entendí lo del rifle de mi suegro, tiré las cartas y me fui. Con ocho años de existencia, esa crónica llegó a mí para abrirme los ojos, arrancarme unas lágrimas y amar a Gabriel García Márquez. Por años lo guarde entre mis cosas de mano. Podía (y puedo) leerlo cuando se me antoje. Era además el texto que recomendaba a mis compañeros de clase, acostumbrados a esas historias baratas de quienes creen tener las respuestas a todos los problemas.
Finalmente, fui yo quien le dijo (con lágrimas vivas) a Wenéfrida Márquez: “Que lo mataron niña Wene, que lo mataron”, y con él a mí (aprendiendo a vivir las historias que leía).
Nuestra relación se inició esa misma tarde. Realmente viví aquella historia. Sufrí como una habitanta más de aquel pueblo que sabía que Santiago moriría pero no pudo advertirle. Me ilusioné (a pesar de ya conocer el final) creyendo que Cristóbal Bedoya podría salvarlo. Lloré cuando lo asesinaron. Me estremecía al conocer el arma con la que los hermanos Vicario matarían a Santiago; me tardé en entender la importancia del honor, y deduje que “la prima boba” lo mató.
Comencé saliendo de casa junto a Santiago (sin tanta fe), no calculé el alcance de aquel sueño, y le hice un guiño a Divina Flor. No volví a toparme con “Cristo B”. Saludé a mi novia y no entendí lo del rifle de mi suegro, tiré las cartas y me fui. Con ocho años de existencia, esa crónica llegó a mí para abrirme los ojos, arrancarme unas lágrimas y amar a Gabriel García Márquez. Por años lo guarde entre mis cosas de mano. Podía (y puedo) leerlo cuando se me antoje. Era además el texto que recomendaba a mis compañeros de clase, acostumbrados a esas historias baratas de quienes creen tener las respuestas a todos los problemas.
Finalmente, fui yo quien le dijo (con lágrimas vivas) a Wenéfrida Márquez: “Que lo mataron niña Wene, que lo mataron”, y con él a mí (aprendiendo a vivir las historias que leía).
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