La insoportable humanidad de los escritores
Sandro Bossio Suárez
Un chico y una chica coinciden en un puente de Praga. Son jóvenes, él apuesto y arriesgado, un desertor de la aviación checa; y ella tímida y cándida, una estudiante sin pretensiones políticas. Se conocen de hace tiempo, conversan un poco, se cuentan cosas triviales. Antes de despedirse él le confiesa que está trabajando en secreto para los Estados Unidos y le pide un favor. Es 1950 y el comunismo aletea sobre ellos como un ave rapaz. Ella cumple con el favor que le promete al amigo, pero comete un gravísimo error: le cuenta a su novio que el muchacho es un espía. Y entonces el ave, con las garras dispuestas, se abate contra éste. Medio siglo después el mundo sabría que la responsabilidad gravitante de este caso fue la de un escritor famoso.
Los personajes tienen nombres: el espía se llama Miroslav Dvoracek; la bella ingenua se llama Iva Militka; el novio se llama Miroslav Dlask; y el escritor implicado es nadie menos que Milan Kundera, amigo de los últimos. El encuentro del puente marcará para siempre sus vidas. El espía Dvoracek fue detenido y sentenciado a 21 años de prisión en los campos de concentración de Pribram. Esos mismos personajes ahora ya no son los jóvenes apuestos de los cincuenta: bordean los ochenta años, algunos son famosos y otros han muerto, y grandes culpas pesan sobre ellos.
La pobre Iva ha vivido muchas décadas con un cargo de conciencia atroz, culpándose por abrir la boca y con la duda de si fue su marido o el amigo del marido el delator. Pero hace poco un documento de la policía checa ha sacado a la luz que en realidad fue el escritor Milan Kundera quien delató a Dvoracek. Ahora que ha surgido el documento, ella se siente más tranquila. Quien no puede dormir en paz, seguramente, es el propio Kundera.
No es la primera vez. El nobel Günter Grass también probó el amargor de las confesiones tardías. A punto de cumplir los 80 años, reveló haber servido en las “Waffen-SS” de Hitler a los 17 años, desencadenando una fusilería de comentarios y sindicaciones.
Pasó lo mismo con el arzobispo norteamericano Valerian Trifa, escritor católico, a quien en 1984 pusieron su verdadera identidad en evidencia: un temible nazi que cometió los más horrorosos crímenes de guerra contra la comunidad judía rumana.
¿Hasta qué punto es imperdonable la actitud personal de un artista en decisiones que al parecer marcan sus pasados? Estos casos despliegan el debate sobre la humanidad de estos hombres que no son de papel, sino de carne y hueso.
El análisis habría que hacerlo con un único catalejo: el de la naturaleza común del hombre. Los autores famosos, los héroes de la sociedad, antes que artistas son seres humanos. Y todos estamos regidos por nuestra condición de mortales, y tomamos decisiones según nuestras situaciones personales o sociales que cambian con los tiempos. Por ejemplo, en el caso Kundera, se vivía los años 50 y entonces la delación era una de las formas de vida más cotidianas: quien no delataba al enemigo, era cómplice, delinquía con el estado y consigo mismo. Al menos eso es lo que el sistema había concienciado en la gente. Algo así como no delatar hoy a un musulmán sospechoso en un aeropuerto. Kundera seguramente tuvo miedo. Y colaboró con el sistema totalitario con el que tanto discrepaba. No quería hacerse problemas. Hoy lo niega todo. Y dice que es una patraña. Que no hay pruebas suficientes. Hay incluso quienes afirman que es un artilugio montado para catapultar la venta de sus libros que se habían venido a menos.
Las dudas se ciernen, pero la verdad es que, a partir de esto, ya no leeremos más al héroe Kundera, sino al ser humano, al más pedestre, al que se parece a nosotros. Y buscaremos en sus textos no ya los soflamados diálogos de la enigmática Teresa contra el sistema, sino la voz susurrante del temor, de la sospecha, de las desconfianzas de un autor que un día actuó como nosotros.
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