La nueva novela de Sandro Bossio Suárez se lanzará pronto a nivel nacional. Aquí en adelanto exclusivo del primer capítulo del libro.
El cuerpo estaba detrás del escritorio, recargado contra el espaldar de la silla, y una capucha negra le cubría la cabeza. Las persianas cerradas mantenían el despacho en la penumbra y el ventilador, inútil, soplaba sin remover la atmósfera. Al ver el cuerpo, Eduardo pensó que el decano, por algún motivo que no alcanzaba a entender, deseaba gastarle una broma, pero advirtió de inmediato que una actitud como aquella no conciliaba con la personalidad del facultativo, siempre áspera y rezongona, y entonces comprendió que había algo que temer. Se acercó con precaución hasta el borde del escritorio, llamando al viejo como quien llama a alguien que se encuentra profundamente dormido, y el mal pálpito creció hasta cortarle la respiración, porque la respuesta siguió ausente. Una sudoración, que presagiaba copiosa, emprendía su ofensiva en la parte alta de la espalda. Las manos le hormigueaban, mientras su cuerpo ambicionaba retroceder, evadirse, emanciparse de los furiosos latidos de su corazón. Un momento después, venciendo la parálisis, rodeó el escritorio, llegó hasta el cuerpo y extendió la mano para tocarle el cuello. La ausencia de pulso hizo que el sudor, más candente y viscoso, corriera espalda abajo. Ningún esfuerzo era capaz de contener el creciente pavor que nacía en sus entrañas. Sabía que los cadáveres no deben manipularse antes que la policía. Sin embargo, estimulado por la curiosidad, liberó el capuchón, las manos estremecidas, y cuando la cabeza quedó ante sus ojos, éstos se dilataron, espeluznados, y su cuerpo se reblandeció por dentro, como si sus órganos hubieran terminado por disolverse.
Poco antes, cuando apenas empezaba a clarear, había ingresado a la universidad decidido a solicitarle al decano una evaluación diferida. Sabía que el doctor Braiman trabajaba desde la madrugada, incluso mucho antes de que llegara la secretaria, así que llamó a la puerta del despacho varias veces. Como nadie respondió, consideró prudente inspeccionar: sin un lamento, la puerta cedió al leve empuje de su mano, y entonces se desencadenó el vendaval de acontecimientos que ahora lo estremecía de pies a cabeza. Aunque desde el primer año de facultad había tenido experiencias con cadáveres, en ese instante volvía a sentir la desconfianza, el sobresalto, la repulsión de la primera vez que lo metieron al mortuorio para cerciorarse de su vocación. Sobrecogido, ahogándose en su propio sofoco, incluso le pareció percibir el mordicante olor del formol, y sintió que su estómago se revolvía, y que una saliva floja inundaba su boca, y que sus oídos se llenaban de un ruido silbante, y que todo empezaba a girar, mientras sus pies se negaban a obedecerle y el sudor seguía en avanzada. Fuera se escuchaban las voces de los primeros estudiantes quienes, inocentes de todo, conquistaban los pabellones. Devolvió el capuchón a su lugar, para dejar de ver lo que tenía delante, y sólo entonces se replegó, tambaleante, dispuesto a coger el intercomunicador para llamar al departamento de seguridad. Esperó que alguien contestara para decir:
—El decano está muerto —y acezó—. Muerto.
Poco antes, cuando apenas empezaba a clarear, había ingresado a la universidad decidido a solicitarle al decano una evaluación diferida. Sabía que el doctor Braiman trabajaba desde la madrugada, incluso mucho antes de que llegara la secretaria, así que llamó a la puerta del despacho varias veces. Como nadie respondió, consideró prudente inspeccionar: sin un lamento, la puerta cedió al leve empuje de su mano, y entonces se desencadenó el vendaval de acontecimientos que ahora lo estremecía de pies a cabeza. Aunque desde el primer año de facultad había tenido experiencias con cadáveres, en ese instante volvía a sentir la desconfianza, el sobresalto, la repulsión de la primera vez que lo metieron al mortuorio para cerciorarse de su vocación. Sobrecogido, ahogándose en su propio sofoco, incluso le pareció percibir el mordicante olor del formol, y sintió que su estómago se revolvía, y que una saliva floja inundaba su boca, y que sus oídos se llenaban de un ruido silbante, y que todo empezaba a girar, mientras sus pies se negaban a obedecerle y el sudor seguía en avanzada. Fuera se escuchaban las voces de los primeros estudiantes quienes, inocentes de todo, conquistaban los pabellones. Devolvió el capuchón a su lugar, para dejar de ver lo que tenía delante, y sólo entonces se replegó, tambaleante, dispuesto a coger el intercomunicador para llamar al departamento de seguridad. Esperó que alguien contestara para decir:
—El decano está muerto —y acezó—. Muerto.
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