Gracias, Señor, por tu venganza
Javier Arévalo
Con la mano izquierda tomé una de sus nalgas y la acaricié, la estrujé,
en realidad, como si fuera la masa de pan que iba a devorarme (…) Suspiró, se
volvió, ahora mi cabeza ondulaba entre sus piernas, era momento de subir, de
tocar sus labios, de que me tocara. Entonces dijo que no, pero su no ya no
existía porque mis labios cerraron su boca y su lengua auscultó la mía. Mi mano
derecha tropezó con sus senos, mis dedos hurgaron en su sostén y arrimaron
hacia el cielo uno de sus erguidos y duros pezones, chupé su labio inferior,
lamí los filos de su boca, había un ritmo antiguo, conocido, en nuestros
movimientos, y todo parecía perfecto.
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