martes, 15 de octubre de 2013

Un recuerdo necesario

Gerardo Garcíarosales

Foto: Jorge Jaime Valdez
Hace unos días, cuando me encontraba en la sala de exposiciones de la Beneficencia Pública de Jauja, en el homenaje que la Casa de la Literatura peruana, al lado de una brillante juventud, “Xauxa, tiempo y camino”, le tributara, con la calidad que debe tener una reunión de cultura, a nuestro Edgardo Rivera Martínez, tuve la oportunidad de conocer a dos personas, bastante jóvenes, y muy bien enteradas del movimiento literario de nuestro país, con las que entablé una breve y amena charla.
Para sorpresa mía, ambas jóvenes eran las hijas de Rivera Martínez. La mayor era Oriana y la menor María Alejandra, quiénes, como es de rigor, me preguntaron: «Y, ¿cómo fue que usted conoció a nuestro padre?» La respuesta quedó detenida hasta hoy:
Cursaba el tercer o cuarto año de primaria en el Colegio San José de Jauja. Precisamente, fue una de aquellas mañanas de recreo cuando lo vi por vez primera. Edgardo, en aquel entonces alumno de la secundaria, departía una amena conversación con los maestros Pedro Monge y Miguel Martínez Saravia, reunión que me pareció muy especial, pues los jóvenes estudiantes suelen disfrutar del recreo, acudiendo a los cafetines, jugando o conversando entre ellos de cosas que interesan a su edad, pero no suelen tener conversaciones amenas con los docentes.
Realmente, aquella reunión quedó grabada en mí, pues supuse que también aquel joven, serio y mesurado, tenía algún acercamiento con la literatura, pasión que había prendido, en mi aún pequeño corazón, su germen vitalizador. Don Miguel y don Pedro, alguna vez habían estado en casa de mi padre, junto a otros escritores mayores, a quienes yo admiraba con profundidad: Clodoaldo Espinoza Bravo, Sergio Quijada Jara, Algemiro Pérez Contreras, Armando Castilla Martínez, Jaime Galarza Alcántara y Luis Caparó Valdiglesias. Mi pequeño mundo estaba al contacto de otros mundos mayores, y había descubierto en el colegio que esta pasión ahora era compartida por otro estudiante adolescente.
Desde aquel día, nunca perdí de vista a Edgardo. Recuerdo que los sábados por la tarde, domingos o feriados, cuando jugaba en la puerta de la casa de mis abuelos, veía a estos tres inolvidables personajes de las letras, enrumbar unas veces, hacia los campos de Pancán o Chunán en busca de la sana frescura del diálogo y el esparcimiento espiritual, y otras, hacia los confines de Yacurán, de donde venía el agua más pura que he tomado hasta hoy.
¿Cuál era el tema que hilvanaba tan largas conversaciones? ¿Acaso el mundo mágico de la oralidad andina trasponía los linderos secretos de don Pedro Monge e incubaba nuevos derroteros? ¿Quizá aquellos campos se llenaban de pláticas exquisitas de asuntos lingüísticos planteados por don Miguel? ¿O alguna otra magia que destila el paisaje jaujino?
Tiempo después, nuestro entrañable amigo y pintor Hugo Orellana, por aquel entonces catedrático de la Facultad de Arquitectura de la UNCP, me presentó a nuestro singular novelista, y en aquel perfil reconocí al adolescente escolar a quién había admirado en mi niñez y hoy estrechaba su mano.

Muchos años después y a lo largo de encuentros esporádicos, pero fructíferos, asistí a este homenaje realizado por una nueva hornada de jóvenes impetuosos y maravillosos, sencillamente, que poseen una nueva visión de la literatura, del quehacer artístico-cultural, y que con justicia han brindado este merecido homenaje a uno de los grandes maestros de la literatura peruana: Edgardo Rivera Martínez, orgullo nuestro. 

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