“La Iliada” de Homero
Alvaro Sánchez Schwartz
La Ilíada llegó a mis manos a la edad de 14 años, edad en que llegué también al cenit de mi crisis adolescente. Crisis que se traducía en cuestionamientos sociales, familiares y religiosos. La búsqueda de la identidad en un entorno tan poco flexible me tomó tiempo, y sobre todo decisión, para no dejar que las palabras de otros determinen mis actos. Y fue aquí donde la musa inspiradora a través de la voz de Homero me hizo conocer el valor de Diomedes Tidida, rey de Argos y héroe griego cantado en la Ilíada por el viejo rapsoda ciego. Su determinación me sirvió de soporte y guía en mis años de formación adolescente. Y así como él durante el asedio a la ciudad Troyana, enfrentando sin temor a dioses como Ares, alguna vez por esos años y bajo su guía protectora osé enfrentarme también a algún Dios por mi libertad de acción y pensamiento. Tiempo después, cuando leí en la Eneida de Virgilio sobre su negativa a seguir guerreando, confirmé que en la vida debe existir siempre un equilibrio.
Pero de la Ilíada no solo aprendí la determinación para enfrentar la vida, sino también me enseñó la fidelidad y el compromiso en mis relaciones. Así, conocí el amor de Héctor por Andrómaca y, casi 3000 años antes de que Fromm lo dijera en su libro “El arte de amar”, aprendí de ambos que el amor en una relación de pareja se demuestra con lealtad, compromiso y respeto. Desde entonces he mantenido esa enseñanza y decisión en mi vida.
Recuerdo, finalmente, cuando un día, pasados pocos años de esa maravillosa lectura, caminando por el centro de la ciudad, encontré un libro sobre la Ilíada y sus tesoros. Se contaba en ella la historia de Heinrich Schliemann, quien de niño, y después de haber leído el poema homérico, soñó con una Troya no como leyenda, sino como realidad. Y como él en esa creencia no descansó hasta hallarla en la actual costa turca. Aquel sueño de Schliemann hizo que se confirmara en mí un total agradecimiento por aquellas noches mágicas. Cuando a la luz de mi lámpara y a través de aquella musa cristalizada en los versos de la Ilíada escuchara maravillado la voz de Homero convocando el valor de Diomedes y el amor de Héctor por Andrómana, e iniciaran en mí el crecimiento de mi espíritu.
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