Félix Huamán Cabrera
Ahí estabas con tu voz, hablando como nosotros, como los otros, como los demás, ternura de sol, pálpito de vida. Eras justo lo que buscaba, el secreto del silencio que se hace palabra de la tierra y este rocío temblando sobre el trébol cuando llega la brisa buena.
Ahí estaban los labios del padre y del abuelo, saludos, buenos días y aquel paisaje de contrastes y colores donde yo había nacido.
Estaba mi silbido queriendo escuchar mi propio eco en los recodos del camino travieso por donde iba mi infancia.
Eras la respuesta a mi pregunta de manantial y de campiña.
Fue cuando en “Yawar fiesta” y en “Agua” encontré la vida. Para aquel entonces tenía doce años y me gustaba la poesía.
Claro yo sabía que todas las cosas tenían sus nombres y los paisanos bailaban con los colores que no eran los que brillaban en la escuela; allí estaban en los pétalos de las sementeras relumbrando callos del trabajo, antes y después de las siembras.
¿Cómo habías copiado el rumor del agua en tu canto de palabras y eras el cariño de las plantas pequeñas en las sementeras?
Joven aún encontré tus libros en un salón de clase de mi escuelita rural, José María, también la de César, José Carlos, de Eleodoro, de Mario Florián y de ese Manuel Scorza y de otros más.
¿Dónde habían estado? Eso no nos enseñaban, ni aprendíamos que el Perú era uno (todos) y diferente (algunos). Creía que sólo los muertos hacían poesía.
Pero cuando supe que tú vivías, ¡qué alegría!
(Don Erminio, dicen que José María es como nosotros, pero las casas de su pueblo no tienen techos de calamina, son tejados en el verdor de la campiña).
Ojalá también sean azulencos los cerros y los hombres hagan las faenas para que dancen las espigas del maizal sobre las cercas y aromen colgados de las peñas las arvejas y los matices de frijoles.
Así será seguro su terruño como nuestro pueblo tan lindo y tan herido.
¿Por qué?
Porque saben y deben saber que nosotros somos una sola sangre, los andinos, no por la cordillera, sino por los hombres.
Antes, mucho antes de todos los antes, aquí nacimos dominando tempestades, y la tierra y el sol se hicieron nuestros padres.
Con nuestras inteligencias conocimos el secreto de la naturaleza, inventamos maravillas con la música y la piedra, nos organizamos en ayllus respetando a nuestros taitas y fuimos lo que fuimos hasta ahora.
Pero llegó la fiebre traicionera; no sé por qué lado llegarían estos inviernos malos y creció como la espina silvestre el odio, la envidia y la muerte corrió por nuestros ríos.
¡Nosotros fuimos y hasta ahora somos cumbres de metal, roca viva desafiando los azules y las nubes!
Y escribiste en quechua y castellano, Joshe Arguedas.
(Antes ya los versos de Vallejo habían entrado por la puerta de los pobres).
Ahora estabas tú entre nosotros, con el idioma runa simi que cantaba alegrías y dolores, la lengua de los hombres llena de dulzura, de brazos y de pasñas.
También pusiste tu melodía en castellano masticado en todos los horizontes de nuestros nevados y en los verticales de mares, cerros y selvas.
Esos ríos profundos que yo he conocido tan cerca y distante, el aullido de los zorros en los arenales, en las cumbres, en la selva enmarañada de misterio y de cariño.
Idioma peruano que no sólo es léxico, sino también forma y sentimiento. Aquí hablamos el peruano y en peruano te estoy escribiendo, con la sangre y con la vida, José María Arguedas.
Ahí estabas con tu voz, hablando como nosotros, como los otros, como los demás, ternura de sol, pálpito de vida. Eras justo lo que buscaba, el secreto del silencio que se hace palabra de la tierra y este rocío temblando sobre el trébol cuando llega la brisa buena.
Ahí estaban los labios del padre y del abuelo, saludos, buenos días y aquel paisaje de contrastes y colores donde yo había nacido.
Estaba mi silbido queriendo escuchar mi propio eco en los recodos del camino travieso por donde iba mi infancia.
Eras la respuesta a mi pregunta de manantial y de campiña.
Fue cuando en “Yawar fiesta” y en “Agua” encontré la vida. Para aquel entonces tenía doce años y me gustaba la poesía.
Claro yo sabía que todas las cosas tenían sus nombres y los paisanos bailaban con los colores que no eran los que brillaban en la escuela; allí estaban en los pétalos de las sementeras relumbrando callos del trabajo, antes y después de las siembras.
¿Cómo habías copiado el rumor del agua en tu canto de palabras y eras el cariño de las plantas pequeñas en las sementeras?
Joven aún encontré tus libros en un salón de clase de mi escuelita rural, José María, también la de César, José Carlos, de Eleodoro, de Mario Florián y de ese Manuel Scorza y de otros más.
¿Dónde habían estado? Eso no nos enseñaban, ni aprendíamos que el Perú era uno (todos) y diferente (algunos). Creía que sólo los muertos hacían poesía.
Pero cuando supe que tú vivías, ¡qué alegría!
(Don Erminio, dicen que José María es como nosotros, pero las casas de su pueblo no tienen techos de calamina, son tejados en el verdor de la campiña).
Ojalá también sean azulencos los cerros y los hombres hagan las faenas para que dancen las espigas del maizal sobre las cercas y aromen colgados de las peñas las arvejas y los matices de frijoles.
Así será seguro su terruño como nuestro pueblo tan lindo y tan herido.
¿Por qué?
Porque saben y deben saber que nosotros somos una sola sangre, los andinos, no por la cordillera, sino por los hombres.
Antes, mucho antes de todos los antes, aquí nacimos dominando tempestades, y la tierra y el sol se hicieron nuestros padres.
Con nuestras inteligencias conocimos el secreto de la naturaleza, inventamos maravillas con la música y la piedra, nos organizamos en ayllus respetando a nuestros taitas y fuimos lo que fuimos hasta ahora.
Pero llegó la fiebre traicionera; no sé por qué lado llegarían estos inviernos malos y creció como la espina silvestre el odio, la envidia y la muerte corrió por nuestros ríos.
¡Nosotros fuimos y hasta ahora somos cumbres de metal, roca viva desafiando los azules y las nubes!
Y escribiste en quechua y castellano, Joshe Arguedas.
(Antes ya los versos de Vallejo habían entrado por la puerta de los pobres).
Ahora estabas tú entre nosotros, con el idioma runa simi que cantaba alegrías y dolores, la lengua de los hombres llena de dulzura, de brazos y de pasñas.
También pusiste tu melodía en castellano masticado en todos los horizontes de nuestros nevados y en los verticales de mares, cerros y selvas.
Esos ríos profundos que yo he conocido tan cerca y distante, el aullido de los zorros en los arenales, en las cumbres, en la selva enmarañada de misterio y de cariño.
Idioma peruano que no sólo es léxico, sino también forma y sentimiento. Aquí hablamos el peruano y en peruano te estoy escribiendo, con la sangre y con la vida, José María Arguedas.
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