sábado, 28 de mayo de 2011

Desde el atelier

La hora mala

Josué Sánchez

La joven francesa de unos 20 años salió del baño tambaleándose, completamente fuera de este mundo. Minutos antes, al llegar a la Estación del Norte en París, la había visto solicitar dinero a los transeúntes, quienes atraídos por su extraordinaria belleza le dirigían consoladoras sonrisas entregándole algunas monedas. Curioso, la seguí con la mirada, mientras efectuaba una llamada desde una cabina telefónica.

De pronto, un policía atravesó rápidamente la estación y cogió por la parte posterior del cuello a un jovenzuelo en el preciso momento en que éste extraía una billetera de los bolsillos de un apresurado viandante. En ese momento la bella drogadicta echó a correr, seguida de tres jóvenes más que, saliendo de entre la gente, la rodearon como protegiéndola, mientras se alejaban velozmente.

Drogadictos, ladrones, prostitutas y toda suerte de gente de mal vivir se entremezclan con pacíficos viajeros, vendedores y cantantes de música latinoamericana en las estaciones de trenes de las principales ciudades europeas, ofreciendo un abigarrado paisaje urbano. En el día todo es más tranquilo. El tráfico de drogas y los hurtos no son cosa frecuente. Cuando las luces de neón se encienden y la noche llega, la condición humana muestra algunos de sus aspectos más inhóspitos y virulentos.

En el metro de Madrid, decenas de drogadictos formando pequeños grupos se acurrucan en su cálido interior. Algunos cantan, otros dibujan en el piso o simplemente alucinan tendidos sobre el duro cemento. Muchos muestran sus brazos llenos de amoratadas protuberancias en el momento en que se inyectan. La edad promedio parece ser de 20 años. Es chocante y deprimente verlos.

De tramo en tramo se ve uno que otro indigente de mayor edad durmiendo en las bancas de las estaciones. Tal vez el catalán Isidro Nonell, que pintó personajes devorados por la miseria o las bajas pasiones, habría encontrado poesía y belleza en la tragedia de los vencidos en la lucha por la vida, yo nunca pude hacerlo.

Cada escena de estas me producía una profunda tristeza, de la que no lograba salir en varios días. Aún ahora, cada vez que el sol se empieza a esconder tras las montañas en ese breve momento de transito entre el día y la noche cargado de oscuros presentimientos que llamo la hora mala, ni siquiera los violentos naranjas y violetas del crepúsculo logran alejar de mí esa sensación de vacío que me produce la cercanía de la noche.

Ese fue el remanente negativo de mi viaje a Europa en 1995. Esa especie de angustia y opresión a las seis de la tarde, ante la inminencia de la oscuridad nocturna.

Hoy, los viernes por la noche en Huancayo, muchas veces tengo la sensación de que el tiempo y el espacio fueran otros. En las puertas de las discotecas del centro de la ciudad, escotadas jovencitas festejan ruidosamente las groserías de sus acompañantes, obviamente bebidos. Otras, casi niñas, se balancean solitarias fumando incitantes, mientras amenazantes grupos de chicas y muchachos se desplazaban tambaleantes, empujando a los transeúntes. Al mirar esto, un sentimiento de congoja me invade. La hora mala ha llegado.

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