domingo, 10 de julio de 2011

Machu Picchu y el incanato en la literatura

Sandro Bossio Suárez

Pablo Neruda, el extraordinario poeta chileno, viajó al Cusco en 1943 y, tras visitar Machu Picchu, escribió maravillado un conjunto de poemas (“Alturas de Machu Picchu”, incluido en “Canto genral”). Sin embargo, no es el único que escribió sobre las misteriosas ruinas; también lo hizo el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal (“El secreto de Machu Picchu”); y luego los poetas peruanos César Toro (quien escribió “Torres y praderas de Machu Picchu”), Martín Adán (con “La Mano Desasida, Canto a Machu Picchu”) y el huancaíno Tulio Mora (que incluye varios poemas sobre el gigante de piedra en “País interior”).

Ahora bien, la literatura inspirada por la temática incaica es luenga, pues ya en
1912 eclosiona en el Perú un frente cultural amplio y multiforme, expresado en un súbito interés por los temas incaicos, y en un resurgimiento de las manifestaciones quechuas y nativistas. Se le conoce como «incaísmo».
En 1914 cuando Abraham Valdelomar se deja ganar por un proyecto literario de esa envergadura. Inicialmente, su plan circundaba una novela incaica, pero con el tiempo se convirtió en cuentos incaico, publicados en 1921 con el nombre de “Los hijos del sol”.
Estas nuevas influencias determinan que un escritor arequipeño, de nombre Augusto Aguirre Morales, se aparte de la mirada tierna y pasional sobre el incanato, que hasta entonces obra en los relatos preexistentes, y se embarque en la fragua de “El Pueblo del Sol”. Pese a las muchas décadas que nos separan de ella, esta novela continúa ejerciendo la hegemonía dentro del género. La historia, estructurada a manera de las grandes epopeyas clásicas, gira en torno a la revuelta castrense de los chinchacamac en contra de sus conquistadores incas. El héroe de la novela es Mallku, rey de los chinchas, quien, inicia una guerra rebelde contra los incas en el propio Kosko. Publicada en 1927, fruto quizás de un incaísmo tardío, esta corpulenta ficción persigue dos propósitos: reconstruir fielmente la época prehispánica y demostrar que el imperio incaico era, al contrario de lo que se pensaba entonces, una nación despótica y desigual.
Para lograr lo primero, considerando que para este fin no basta solo la imaginación, Aguirre Morales opta por afianzarse en una rigurosa investigación histórica, que, según él mismo cuenta, duró casi una década. Al iniciar estas pesquisas, el autor entra en contacto con los nuevos descubrimientos en materia prehispánica y se detiene largamente no sólo en los cronistas hispanos, sino además en abundante material iconográfico y arqueológico. Es así que logra una construcción novelesca rigurosa del Imperio de los Incas.
En cuanto a su segundo propósito, Aguirre Morales utiliza como vehículo el heroísmo novelesco de su libro para concluir que «el régimen inkaico fue despótico y teocrático», y, lo que enardeció a una cierta élite intelectual de la época, que «no fue comunista». La hipótesis de la novela parece reposar en la razón de que el pueblo incaico fue un pueblo esclavo, infeliz, porque careció de libertad.
La temática incaica también ha calado en autores extranjeros. Varios de ellos, de diferentes nacionalidades, han escrito en las últimas décadas una serie de novelas históricas ambientadas en el incanato.
Dos de ellos son el belga Gérard Delteil y el español Alberto Vásquez Figueroa. En sendas novelas tituladas “El oro del Inca” y “El Inca” (2002), respectivamente, estos autores recrean similares historias en una hipotética civilización incaica.
En “El oro del Inca”, Deilteil rescata a Ollantay, personaje principal del conocido drama incaico del mismo nombre, quien después de su azarosa aventura amorosa con Cusi Coyllor, se encuentra retirado de la vida pública, convertido en un pacífico pescador. La misión que tiene Ollantay en esta ocasión es, a instancias de Túpac Yupanqui, investigar el asesinato del sacerdote Uruca a manos de unos conspiradores.
Entretanto, Vásquez Figueroa cuenta en “El Inca” una historia de amor imposible protagonizada por Rusti Cayambe, oficial del ejército imperial, y la princesa Ima, destinada a perpetuar la sangre real del inca. La trama, con interesantes momentos en el clímax, se encuentra circuida por un marco bélico.
Tristemente, ninguno de los dos escritores ha logrado obras verosímiles, pues, la ambientación incaica de las obras es artificiosa y poco convincente, y las incongruencias abundan.
Otro autor que debió haber recurrido al Archivo de Indias, o a los cronistas itinerantes de nuestro pasado colonial, es Antoine Daniel (que en realidad es el seudónimo en singular de tres escritores diferentes), autor de la exitosísima trilogía “Inca”, publicada en tres tomos a partir de 1997. Solo de arranque, la novela resbala en lo étnico: Anamaya es una princesa inca «de asombrosos ojos azules». En la contratapa del libro tercero dice: «La trilogía Inca es una apasionante historia de amor y de aventura ambientada en el fascinante y misterioso continente americano», y, en efecto, estamos de acuerdo, pues este continente sigue siendo un verdadero misterio no solo para Daniel, sino también para Gérard Delteil, para Vásquez Figueroa y, últimamente, para Rafael Marín, quien ha publicado “El muchacho inca”, una novela juvenil ágil y entretenida, pero con las mismas limitaciones de las otras.

Tristemente, ninguno de los dos escritores ha logrado obras verosímiles, pues, la ambientación incaica de las obras es artificiosa y poco convincente, y las incongruencias abundan.

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