lunes, 12 de septiembre de 2011

EL BUEN SALVAJE

Juan Santos: entre el mito y la historia

Sandro Bossio Suárez

Una de las revoluciones que brilla en el Perú, por pionera y mítica, es la del cacique Juan Santos Atahualpa, gestada y desarrollada en Tarma cuando ésta era Intendencia.
La conmoción empezó abruptamente, en 1742, y las autoridades virreinales no le dieron importancia, pues creían que se trataba de otro brote insurgente motivado por los abusos de los encomenderos. La rebelión, sin embargo, fue tomando dimensiones insospechadas y, al poco tiempo, se había hecho ingobernable. Muchos pueblos de la selva fueron atacados y destruidos, y muchos funcionarios monárquicos asesinados. El virrey Marqués de Villagracia, ante el hecho, decidió enviar una expedición que combatiera a los rebeldes. Los resultados fueron infructuosos porque el terreno de lucha le era hostil al ejército español. A principios de 1743, la expedición monárquica, diezmada casi en su totalidad, retornó a Lima y fue recibida en audiencia virreinal; sólo entonces se conoció el nombre del agitador: Juan Santos Atahualpa.
Las proezas de Juan Santos Atahualpa, las múltiples muestras de su ingenio y valentía, fueron creándole a través de los años un aura espiritual, legendaria, al punto que sus amigos y enemigos empezaron a creer que tenía poderes sobrenaturales.
La oralidad popular, como se ha visto, ha mixturizado hechos reales e imaginarios en la rebelión de Juan Santos Atahualpa, de tal modo que, a excepción de ciertos sucesos debidamente confirmados, todas sus prácticas se mueven dentro de un plano incierto. Así, por ejemplo, se le atribuye una supuesta complicidad con los ingleses, enemigos por entonces de España, quienes -se decía- habían seducido al revolucionario en su viaje a Europa para ponerle escollos al virreinato. Esta versión parece confirmarse por la presencia en las costas peruanas del marino inglés Jorge Anson justo en la época en que se iniciaba el movimiento mesiánico.
Otra hipótesis que manejan ciertos historiadores es la de los jesuitas y dominicos, quienes habrían favorecido la revolución con el fin de obstaculizar la labor de los franciscanos, en represalia a no haber obtenido las misiones de la selva.
Emboscado en la zona más impenetrable de la selva central, Juan Santos Atahualpa se mantuvo avanzando y repleglándose, librando escaramuzas sueltas, incordiando a los españoles en diferentes lugares, hasta que, en 1756, el levantamiento terminó como había empezado, intempestivamente.
También lindante con la leyenda, el motivo que habría propiciado este final sería la muerte súbita del líder que, para algunos, fue provocada por una enfermedad tropical y, para otros, por un hecho tragicómico que se repite hasta hoy: uno de los soldados quiso demostrarle a otro que Juan Santos era invulnerable y no le hacían daño las balas, y, para dar crédito a sus palabras, le disparó un tiro mortal.

La conmoción empezó abruptamente, en 1742, y las autoridades virreinales no le dieron importancia, pues creían que se trataba de otro brote insurgente motivado por los abusos de los encomenderos.

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