sábado, 19 de mayo de 2012
Los secretos de la dama de hierro
Sandro Bossio Suárez
El primer recuerdo que tengo es verme caminando al lado de una bella mujer por la calle Real de Huancayo. Era el mediodía y avanzábamos por el centro de la pista, pues no circulaban automóviles, imagino porque era un día de desfile. Del edificio Alonso, en la esquina de Real y Loreto, caía un diluvio de papeles picados. Yo, de unos tres años, iba sofocado dentro de mi abriguito azul de filderretor, y me sentía mareado viendo caer tanto papel sobre mí.
La bella mujer que iba a mi lado y me tenía firmemente cogido de la mano resultó ser mi madre. Después de ese fascinante momento, mis recuerdos de ella se fracturan, se hacen inasibles, quizás porque la bendita trabajaba mucho y no me veía con frecuencia: era boletera de los cines y, por ello, trabajaba toda la tarde hasta las once de la noche. Desde luego, yo estaba dormido cuando ella retornaba a casa. Imagino que me encontraba acurrucado en la cama de mi abuela, mi otra madre, a donde me metía a las seis de la tarde, luego de la merienda, para que me contara historias de miedo. Al empezar la escuela (en los setentas se iniciaba a los cinco años, con un solo periodo de jardín, van mis saludos a mi maestra Elsita del Jardín número 300), perdí totalmente el contacto con mi madre: yo iba temprano a doblar papel cometa y a fabricar bolitas de plastilina, y al mediodía me recogía mi nana (también a mi prima Katia, quien, temeraria y bravucona, salía en mi defensa ante los abusivos que querían apropiarse de mi lonchera). A esa hora mi madre ya había partido a su trabajo, de manera que sólo tenía para verla los sábados y domingos por la mañana, pero no a disfrutarla porque se la pasaba lavando ropa. Trabajaba siempre. Incluso en sus días de cumpleaños (es decir, los 12 de cada febrero) iba infaliblemente a su centro de labores, y también los días de la madre, y los días del padre, y los días del hijo (en este caso mi cumpleaños), y en Navidad y en Año Nuevo, y todos los días del calendario. Cuál sería su sentido del trabajo que prefería canjear sus días libres y hasta sus vacaciones, con tal de seguir ocupada. A veces viajaba a las zonas francas y traía maletotas de ropa importada que vendía con una facilidad sorprendente.
Así la recuerdo. La mujer más esforzada de todas. Nunca —y eso es fácil de corroborar— he conocido a alguien más dinámica que ella. Ahora mismo, aquejada de osteoporosis y cataratas, sigue siendo una próspera comerciante y una respetadísima tramitadora de todo tipo de gestiones. En una ocasión, decidió encaminarse al Congreso de la República para conversar con el mismísimo presidente del parlamento y, valiéndose de relaciones y artilugios, logró el objetivo ante la mirada atónita de todos.
Mamá siempre se ha sentido orgullosa de su nombre, Yolanda, pero este, en verdad, es el segundo, pues en la misma medida se avergüenza del primero: Eulalia. Lo descubrí cuando era un rapazuelo y escuché a la señora que lavaba la ropa llamarla por el hipocorístico “Eulish”.
Después, cuando aprendí a leer y a saquear su monedero para comprar historietas y dulces, disfruté en su cama de noches de lluvia, porque es una de las cosas que más le gusta.
Mamita es una mujer enérgica, dura, estremecedoramente dura. Mi abuela decía que tenía entrañas de pedernal. No las tiene, en realidad, porque pese a que pocas veces la he visto llorar, dentro de su ropaje de dama de hierro guarda un corazón muy noble para con todos. Una vez perdió la mitad de su fortuna en reliquias por socorrer a un familiar que nunca se lo agradeció.
Ha sido los pilares de la familia (realmente del clan, de la tribu, de la estirpe) Suárez Merino. Hasta hoy, increíblemente, las más serias decisiones familiares las toma ella o, al menos, se las consultan porque todos estamos convencidos de su proverbial capacidad de resolver las cosas. “Es una abeja reina”, perora mi primo Quitinito. Así como es una pésima cocinera, Yolita es una experta negociadora y una genial estratega, una indiscutible generala. Todo, absolutamente todo, lo ha resuelto en la vida con un sosiego y una valentía jamás equiparadas. Sacó adelante a sus hermanos, a quienes hizo estudiar y por quienes se deshizo de sus abrigos con tal de dotarlos de elegantes ternitos escolares, y ayudó largamente a sus cuñadas, y a mis primos a crecer. Todos, incluido yo que también era uno más del montón, pasamos por sus temidas manos a la hora de lavarnos el cabello con champú Johnsons (mi endeble cuerpecito, además, debió soportar durante sus primeros once años una lavatina semanal con piedra pómez y masajes chinos que lo dejaban adolorido y lleno de rojedades).
Siempre tuvo un carácter de piedra: mis peores travesuras, escondidas detrás del niño solitario y llorón, eran castigadas con rudeza castrense: “Atención, descanso, ahora escúchame so pedazo de escuerzo” y cosas por el estilo. Siempre terminaba con un golpe en mi cuello frágil, un verdadero karatazo, y un grito soldadesco. A ella también se le atribuyen neologismos impactantes: solía llamarme por un sobrenombre acuñado por ella: “inteleburro” (es decir, un cruzado entre “inteligente” y “burro”).
Ahora, claro, ha empeorado su humor, pero ha mejorado enormemente su vitalidad: corre al mercado, viaja a surtir su bonita tienda de ropa femenina, muere por sus nietas y las engríe como la buena abuela en que se ha convertido. Es increíble verla conceder a todas las reclamaciones de las pequeñas, llevarles el almuerzo, esperarlas en el colegio, soportar incluso los inocentes desplantes que en mí, por supuesto, nunca perdonó.
Hay dos maneras de festejar a mamá por su día: colocar a todo volumen una guaracha de la Sonora Matancera y sentarse con ella, con una copa de vino en la mano, a preguntarle en los ocasos por los amores primaverales que asomaron a su vida cuando era una galana que deslumbraba a todos, a Genaro, a José, a Ricardo, a Guillermo…
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