La difusa línea entre el placer y
la muerte
Juan
Carlos Suárez Revollar
«El amante» es una de esas novelas que cuentan, de
manera obsesiva, un corto periodo de la vida de su protagonista. Está
construida a partir de la evocación de recuerdos fragmentados de la narradora,
un personaje innominado que —el lector adivina— sería una figuración de la
propia Marguerite Duras. Esas reminiscencias se superponen y convierten al
tiempo en algo caótico, que salta años y décadas enteras en un mismo párrafo.
Pero aquel sustrato temporal está siempre estancado en un presente difuso,
marchito, que anticipa lo que vendrá: un futuro tanto más decadente. Por eso la
frase «demasiado tarde» —que se repite incesantemente— es la clave de la
estructura en la novela.
La historia es
sencilla: una adolescente de familia francesa venida a menos —en la colonia de la Indochina de los años
treinta— se hace amante de un joven chino rico. Como pequeños chispazos
aparecen a lo largo de la novela trozos de esa relación, que se extenderá por
un año y medio.
Desde el mismo
momento en que la muchacha sube por primera vez a la limusina del desconocido
chino a quien hará su amante, ella se independiza, se desliga de la familia
disfuncional a la que pertenece y detesta. En esa senda, busca degradarse más,
y lo hace con un amante de una raza oprimida por su raza. Pero él es un chino
rico que puede permitirse gastar grandes sumas en esa gente que lo desprecia, acentuando
así la humillación.
La muchacha
somete al amante. No lo quiere ni le importa. Apenas lo desea y eso basta. El
deseo y el placer son sus instrumentos para hacerle daño, para destruirlo. La
desgracia es el símil del placer que obtiene de su amante. El placer es
desgracia.
Hay una
aspiración insistente de la autora por retratarse como niña-mujer, como una
muchacha presurosa por emanciparse —a través de la maduración— de su horrible
familia. La práctica del sexo le permite hacerse adulta y conseguir que su
familia dependa de ella. Se sabe predestinada por la fatalidad. No la elude, la
espera con estoicismo, con la satisfacción de saber que significará su
liberación. El fracaso y la decadencia también contaminan al amante. Él también
empieza a vivir de falsas esperanzas.
Marguerite
Duras juega permanentemente con los contrastes y semejanzas. El parecido entre
el endeble hermano menor y el amante, y la preferencia de la muchacha por
ellos, es elocuente. Pero la fortaleza y carácter de esta se alinean más bien
con el hermano mayor a quien odia. Hay una oposición inquebrantable entre
ambos, un rencor causado por sus propias afinidades, sus propias similitudes.
El personaje
más memorable de la novela no es el amante chino, ni siquiera el hermano mayor,
sino la madre. Se trata de una mujer abnegada, nostálgica por un pasado
opulento, que busca desesperadamente volver a ser rica. Se embarca por eso en
las más desquiciadas empresas, condenada desde el principio a fracasar en
todas. Ella es la artífice del desastre, de ese mal hijo mayor y de aquel hijo
menor predestinado a morir aplastado «por la vida llena de vida del hermano
mayor».
La imagen de
Hélène Lagonelle es equivalente a la narradora y permite delinearla mejor.
Inconsciente de su belleza, de su sensualidad, su cuerpo está listo para un
placer que no le interesa. Solo ansía volver a ser la niña de mamá.
La muerte es
una presencia inminente en toda la historia. Su función es destacar los atisbos
de vida que todavía quedan entre unos personajes acabados. Concluida la
lectura, solo cabe pensar que «El amante» es una breve y bellísima novela que
debe contarse entre lo mejor de la obra de Marguerite Duras.
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