Juan Carlos Suárez Revollar
En el distrito
de Ahuac se ubica Pumalanla, una enigmática comarca donde vivieron los
antecesores de los wankas. Su nombre significa ´Roca del Puma´, y se ubica en
la comunidad de Iscohuatiana, en Chupaca, a 16 kilómetros de
Huancayo.
Cuentan las historias que hubo en toda
la sierra unos pobladores de origen legendario, anteriores a las antiguas
culturas incas. Una de ellas es Pumalanla. Se trata de un complejo
arqueológico, apenas reconocido, cuyo nombre significa ‘Roca del Puma’. Está
ubicado en la comunidad de Iscohuatiana, Copca (en las alturas de Ahuac), a 3680 metros sobre el
nivel del mar, y a apenas ocho kilómetros de la plaza de Chupaca. En tiempos
antiguos era habitado por unos sombríos hombres llamados ‘gentiles’, cuyos
restos óseos todavía se pueden encontrar junto a sus utensilios partidos por
ellos mismos.
La figuración de los ‘gentiles’
recorre toda la sierra central con leyendas diversas. Pero todas coinciden en
que se trataba de seres malvados, dueños de la tierra en un remoto pasado y que
hacían de las suyas en el mundo. Dominaban algunas artes, entre ellas la
adivinación, la alfarería y el tallado en piedra. Por eso, tenían bellísimas
herramientas y utensilios de piedra, que parecían haber sido labrados por la
naturaleza y no por la mano del hombre.
Cuando el Tayta Huamani o padre cerro
—o quizás alguno de los dioses de los futuros wankas— decidió acabar con ellos
lanzándoles una lluvia de fuego (algunas leyendas dicen que apareció un segundo
sol que, junto con el otro, hizo arder todo a su paso, como en la versión de
Sergio Quijada Jara), los ‘gentiles’, impotentes y sabedores de que una nueva
generación de hombres sería creada para reemplazarlos —pues podían vislumbrar,
mas no evitar el futuro—, se resignaron a su suerte, pero eso sí, decidieron no
dejarles ninguna de sus pertenencias. Iniciaron, de esa manera, la devastación
de sus habitáculos, que redujeron a escombros. Sus utensilios fueron hechos
pedazos y, cuando ya el tiempo apremiaba, escondieron bajo tierra lo que no
pudieron destruir.
Miles de años después, algunos de sus
refugios todavía se mantienen en pie. Y sus bellísimos utensilios, vestigios
rarísimos como batanes y morteros —hallados por algunos pobladores de la
actualidad a riesgo de contraer uno de los muchos males que, se dice, provoca
el contacto con estos lugares—, se usan todavía y se han convertido en objetos
de legado familiar.
Uno de esos asentamientos es
Pumalanla, un complejo apenas investigado, pero que se constituye en un gran
descubrimiento. Aún se pueden encontrar allí viejas tumbas ‘gentiles’, muchas
de las cuales se hallan en tierras vírgenes. Hay además rastros de senderos de
piedra y corrales sobre los campos de ichu.
En la cumbre de la montaña, a la que
se llega tras una caminata de poco más de una hora, hay varios habitáculos, en
cuyo suelo el afán vitalizador de la naturaleza, con el paso del tiempo, ha
terminado por cubrir de hierba.
Se dice también que hay pinturas
rupestres en algunas cuevas cercanas —adonde los pobladores temen entrar por la
legendaria maldición de los ‘gentiles’, consistente en un daño perpetuo (como
el ‘chacho’) que sus restos provocarían en las personas—, y huellas de esa
vieja población que, acaso, desapareció para abrir paso a las nuevas
civilizaciones de los wankas, quienes tomaron posesión de sus tierras para
hacer lo que es ahora Huancayo y sus alrededores.
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