Cuadros
que hablan
Josué Sánchez
Pintura: Ashánincas |
Escribir para mí no es fácil. Yo no
escribo, pinto. Hoy mis cuadros hablarán por mí. A los cinco años me llevaron
de la ciudad al campo y pasé mi infancia conversando con las plantas, con las
aves, con las piedras que cobijan a los grillos y con las criaturas vestidas de
harapos que llaman espantapájaros. Nunca comprendí el porqué de su nombre, si
con sus manos de paja dan de comer a los pajarillos y bajo sus sombreros de
fieltro anidan los huevos. Así los he pintado, incapaces de asustar, a diferencia
de mi vecino, el viejo don Gregorio, que sólo depositaba su ternura en el gallo
orgulloso que acompañaba su soledad. Los niños lo mirábamos de reojo, con
temor, creíamos que era el guardián del manantial que corría al costado de la
chacra de mi abuelo.
Los cuentos de las noches de mi
infancia viven aún en el recuerdo de la voz emocionada de mi madre. Ahí
cobraban vida don Antonio Atoj, el zorro, y Diguillo Ucucha, el cuy, más listo
que el zorro. Negándose a descansar, aventura tras aventura, ellos jugaban
sobre mi almohada de niño hasta el amanecer.
No soy yo, le decía a mi madre, son
ellos los que no quieren irse a dormir. Afuera, los gatos de la tía Simeona
peleaban mientras yo me juraba que algún día los atraparía. Negros, encorvados,
listos para escapar al menor descuido, están encarcelados ahora en los lienzos
que pinto para fastidiar a los pintores. Mientras, la chismosa de Manuela, mi
compañera de la infancia, lo observaba todo, lo oía todo. También a ella debía
asustarle el condenado que vagaba trasnochando su mala vida por el mundo de
abajo, el Ukupacha.
Telar: Espantapájaros |
Ahí, en las historias de mamá, estaba
también el Amaru, la serpiente cargada de presagios que en los 80 cayó como un
rayo sobre el Perú con los colores de la muerte. Entonces vi cómo acechados por
serpientes, osamentas y miedos, los niños encubrieron su tristeza con globos de
colores y aprendieron a vivir entre negros charcos de dolor, escondidos tras
caretas para no ver cara a cara a la muerte y sus ultramarinos ojos azul
profundo, ciegos.
El color de la selva amazónica peruana
es muy distinto. La verde azul floresta es mágica y deslumbra. Me perdí tres
meses allí. A orillas de los ríos Ene y Apurímac, los nativos machiguengas y
ashánincas llenaron mi cabeza de imágenes fantásticas. Así como el río narra la
historia en cada estación, en cada crecida, así fluían sus tradiciones
alrededor de las fogatas en medio de la espesura llena de los sonidos de las
chicharras, los jaguares, los loros, las mariposas, los otorongos, las
serpientes de bocas sagradas que guardan el secreto ancestral de los que viven
en la selva enajenados por el aroma de las orquídeas, el palo rosa, los bejucos
y el diablo fuerte.
Con esos colores y esas historias
cubrí 400 metros cuadrados de muro en el Convento Franciscano de Santa Rosa de
Ocopa en 1993. Vida para el Dios de la vida. Tiempo atrás, otro mural en la
iglesia de Chongos Alto, también en Perú, me había abierto las puertas de
Europa. Tengo dos murales en el Santuario de MISSIO y la Iglesia del Espíritu
Santo en Aachen, y otro en Litzelstetten, a orillas del Lago Konstanz, en
Alemania. Pero Europa es otra historia. (Del blog “Todavía no pinto canas” en
BBCMundo.com)
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