Balacera
Luis Palomino
Castillo
—En serio, lo que más me gustó de la
casa fue su iluminación. Tenía unas bonitas arañas colgando del techo. Eran
unas luces amarillas que le daban un bonito tono a la sala. Me hacían sentir
como en una película. A veces, me quedaba sentada en el comedor observando mi
reflejo en el gran espejo que habíamos colgado sobre la pared para que el lugar
se viera más espacioso.
—Le tenía miedo al matrimonio. No era
algo que yo consideraba necesario. Pero Roberta no paraba de hacerme
insinuaciones, ni de hablarme de lo mal que se sentía cuando se daba cuenta de
que sus amigas iban dejando de llamar «enamorados» a sus parejas y pasaban a
decirles «esposos». A mí me aterraba la idea de que Roberta me llame esposo. No
quería ser su esposo. Aquella formalidad, que parecía que la volvería la mujer
más feliz del mundo, me desconcertaba.
—Me esmeraba en cocinarle sus
platillos favoritos. Si me decía que se le había antojado comer tallarines a lo
Alfredo, yo, inmediatamente, iba al supermercado en busca de pastas y de salsa
blanca. Por las noches, nos sentábamos en el sofá de terciopelo mostaza que
habíamos comprado hacía poco y veíamos películas. Recuerdo que había insistido
en comprar uno de tipo leopardo, pero
a mí, sinceramente, me pareció ridículamente excéntrico. Para compensarlo,
dejaba que él escoja lo que veríamos.
—Agradecía el no estar desempleado.
Tenía un trabajo al cual podía ir para no verle más la cara a Roberta. Sin
darme cuenta, me fui volviendo adicto. Me quedaba revisando los más mínimos
detalles de las finanzas. Rellené mi agenda con actividades innecesarias.
Comencé a asistir a actividades culturales. Ella se dio cuenta de que la
evitaba. Me acusó de no haber superado por completo la separación de mis
padres. Consulté a un psicoanalista.
—Todas las mañanas me pesaba en la
balanza. Pasaba mucho tiempo arreglándome. No comprendía la causa de su
indiferencia. Conversé con mis amigas casadas. Ellas me decían: «Roberta, nadie
ha dicho que la vida de mujer casada sea mejor que la de soltera. Acostúmbrate.
Es diferente. Y es necesario». Conseguí un trabajo como analista de recursos
humanos. Me acosté con un practicante.
—La primera noche que ocurrió,
desperté sobresaltado. Le ordené: «¡Carajo, al suelo!». Eran balas.
Definitivamente, balas. Roberta estaba boca abajo, llorando, tirada sobre el
piso. No había forma de calmarla. Avancé con cuidado hacia la ventana, aún
entumecido por el sueño. Descorrí las cortinas y observé lo que estaba
sucediendo. Un grupo de mujeres se peleaba fuera de la discoteca que había
frente a nuestra casa. Las rodeaba una muchedumbre de personas. Todos gritaban.
Cerca al tumulto, unos muchachos se daban con los puños mientras el sonido de
una sirena de policías se acercaba paulatinamente.
—«Esa maldita discoteca», pensé. Tenía
un par de semanas de haber sido inaugurada. Volvimos a la cama. Mauricio
concilió el sueño rápidamente. Pronto, empezó a roncar. Yo no pude volver a
dormir. Me quedé despierta hasta entrada la mañana mirando al techo. Desde
entonces, todos los fines de semana fueron parecidos. Ruidos en las madrugadas:
mujeres gritando como locas, hombres disparando sus pistolas. Por raro que
parezca, de alguna forma, esos desagradables acontecimientos nos hicieron relacionarnos más. Fuimos a
quejarnos a la municipalidad y avisamos a la policía. Sin embargo, nada cambió.
Una vez, tras haber sido despertados, cogí mi cámara para grabar lo que
ocurría. Quería denunciarlo en la televisión. Mauricio hizo de narrador. Era
muy gracioso oírlo gritar: «¡Estamos presenciando una balacera!». Al final,
cuando quisimos ver el video, me di cuenta de que me había olvidado de
presionar Rec. No grabé nada.
—Si bien al principio fue raro, despertarnos en madrugadas fue
tornándose odioso. Quería largarme de esa maldita casa. Odiaba a toda esa
gente. Le dije a Roberta qué es lo que teníamos que hacer para solucionar el
problema. Ella me preguntó si estaba loco. «No», le respondí. «Sólo estoy
harto».
—Y una tarde se apareció con un rifle.
Acariciaba el cañón con una mirada que me produjo escalofríos. «Tengo otro para
ti, está en la maletera del auto», me dijo. No pude contener mi curiosidad y le
pedí que me lo mostrara. Nunca antes había cogido un arma. La sensación era
indescriptible. Desde ese día, cada noche fue diferente.
—Tío, el trabajo empezaba a
deprimirme. Tenía una mujer. Eso resumía mi fracaso. Mis demás compañeros eran
solteros. Tenían novias, pero no estaban casados. Vivían solos. Durante la
semana, en la oficina, los oía hablar acerca de sus noches de juerga, de lo
bien que la habían pasado, y de los autos que tenían en la mira para aparcarlos
en sus cocheras. Entonces, un día, decidí ir al trabajo con el rifle. Lo tenía
camuflado en un maletín deportivo. Felipe Arias se acercó a mí. Me saludó con
su habitual sonrisa de chico exitoso. «Felipe, tengo algo que te gustaría ver»,
le dije. Ambos caminamos hacia el cuarto de baño. «¿Un nuevo traje para el gym,
eh?», me preguntó. «No, cabrón», pensé yo. «No». Entonces, cuando estaba a
punto de desenfundar el arma para partirle-la-jodida-cabeza, Carlitos, el
hombre de la limpieza, irrumpió dentro y pasó su asqueroso trapo amarillo por
los lavaderos.
—Jamás creí que...
—¿Eso no lo puedo contar en vivo?
¿Puedo contar todo lo relacionado con nuestras matanzas pero no puedo criticar
a (censurado)? Sí, claro, claro que he leído el contrato.
—Regresó enfadado. Le pregunté si
había pasado algo. Me dijo que no, que todo estaba bien. Pero yo conocía su
humor. Había algo en él que delataba su fastidio. Esa inexpresividad que solía
llevar en su mirada era reemplazada por una profundidad extraña en sus
dilatadas pupilas. Verlo fijamente a los ojos era como caer en un abismo.
—Cargaba el rifle en la espalda. Lo
tenía sujeto por una pita que rodeaba mi tórax. Entonces, cuando empezó el
escándalo, esto fue lo que hice: descorrí las cortinas, posé el cañón sobre el
alféizar, observé por el visor y jalé el gatillo. Recuerdo que, inmediatamente
después de haber disparado, pensé en los paseos que mi padre me daba cuando era
niño en un carrusel que daba vueltas por los aires.
—Un ruido seco me ensordeció. Fui
recobrando la percepción auditiva, mientras un agudo pitido iba aumentando en
volumen. Se hizo un bullicio aún mayor fuera de la discoteca. Parecían
celebrarlo. Sin embargo, nadie miró hacia nuestra ventana. Mauricio giró hacia
mí, me ofreció su rifle y me dijo: «Es tu turno». Yo meneé la cabeza y le dije:
«No hay forma». Cogí mi rifle, saqué mi cañón por la ventana y disparé.
Luego, me quedé temblando. Él me abrazó y me dijo:
—«Todo va a estar bien».
—Esa noche hicimos el amor como unos
salvajes. Las noches siguientes fueron iguales. Pero ya no disparamos a nadie.
De repente, la pasión fue diluyéndose.
—Nadie se había dado cuenta. La prensa
anunció que las muertes ocurrieron por una balacera.
Cuando se desconoce lo ocurrido, se culpa al azar. Así pasa en todo. Daños
colaterales, balas perdidas. Al cabo de unas semanas, Roberta me preguntó:
«¿Quieres hacerlo de nuevo?».
—¿Se puede fumar aquí?
En
un set de televisión. Lima, 2 de octubre.
Luis Palomino Castillo
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