Juan Carlos
Suárez Revollar
Todavía lo recuerdo: tenía dieciséis años y las ansias
adolescentes de saberlo todo. Leía muchas novelas, incluso aquellas malas que
me hacían bostezar. Ahí estaba: era un volumen viejísimo, cuya portada había
sido reemplazada por una cartulina amarilla sobre la que llevaba escritas, con
plumón azulino, las palabras «Papá Goriot» (un ejemplar de la Colección Austral
en la buena traducción de Joaquín de Zuazagoitia). Su lectura me conmovió más
que cualquier otra novela hasta entonces. Un personaje en particular, Eugene de
Rastignac, antihéroe genuino, ambicioso y trepador, cuyos contradictorios
sentimientos lo decidían a enfrentar de tú a tú a París, me impactó tanto que
cuando me topé de nuevo con él en «La piel de zapa» y más tarde en el breve
díptico «Estudio de mujer», sentí que saludaba a un viejo conocido. Creé un
pasatiempo: marcar todas sus apariciones en «La comedia humana» (al que
renuncié, pues esa maniática búsqueda resultaba inútil, pero primordialmente
porque me estaba estropeando el sencillo placer de la lectura). No creo haber
tropezado con él más que en cuatro o cinco novelas. Después supe que aparece al
menos en catorce, varias de las cuales devoré sin identificarlo: se me había
escabullido. Lo mismo ocurrió con el afable Horace Bianchon, cuyo altruismo
alguna vez quise, ingenuo yo, imitar. Se trata de uno de los personajes más
decentes moralmente de toda «La comedia humana», al que encontramos en
veintitrés de sus noventa y un historias (quizá en más: nunca terminé de
leerlas todas).
Me prometí
aprender francés para leer a Balzac en su idioma —promesa que ojalá, mal que
mal, cumpla algún día—, y también conseguir todos sus libros (los adquiría así
ya los hubiese leído). Conté hace poco, risueño de mí mismo, decenas de títulos
repetidos, en diferentes ediciones y traducciones, que acabaron apilados en mi
biblioteca.
No me
impresionó tanto «Eugenia Grandet» como sí ocurrió con «La mujer de treinta
años»: una suerte de mosaico de textos disímiles unidos por un oscuro lazo para
formar una novela, en cuya imperfección y escritura fragmentaria creo advertir
un halo de grandeza. Me divierte no haber hallado —o acaso se me pasó por la
exaltación durante la lectura— un momento de la vida de la protagonista en que
tuviera los exactos treinta años del título. Para Rafael Cansinos Assens se
refiere más bien a «esa edad crítica en que la mujer tiene un pasado a veces
inolvidable» que «le ha creado un alma compleja y resabiada». Mucho más me
entusiasmó «Un episodio bajo el terror», brevísima novela, casi un cuento, cuyo
final en medio de las persecuciones posteriores a la Revolución Francesa
deja un sinsabor difícil de tragar que, posiblemente sin proponérselo, siembra
en el lector ese pavor, ese repudio por los gobiernos tiránicos.
Hay en cada
historia de «La comedia humana» una aureola de genialidad, que se comparte
entre las más ambiciosas: «Las ilusiones perdidas», «Los parientes pobres» o
«Historia de los trece», y las otras de alcance más modesto: «El coronel
Chabert», «El elixir de larga vida» o «Una pasión en el desierto». Su valía
reside en el monumental todo que sus pequeñas unidades conforman. Pero también,
a que el alma humana es sondeada con la profundidad que solo conseguiría un
escritor decidido a cumplir un papel análogo al del Creador.
El plan de «La
comedia humana» contemplaba retratar a la Francia de su tiempo en sus diversos niveles y
estratos. Sus clasificaciones comprenden desde las escenas de la vida privada,
parisina y provinciana, hasta las de la vida política, militar y campesina,
además de los estudios filosóficos y los analíticos. Aunque cada novela se
circunscribe a alguna de estas categorías, hay tal cruce de historias,
contextos y personajes, que su sumatoria concluye con una imagen integral de la
sociedad, sea esta pasada o presente, occidental u oriental.
El talento de
Balzac no se limitó a la invención de inolvidables historias y personajes que
ganaban complejidad a lo largo de «La comedia humana». Había en él una
predisposición, una extraña tendencia fabuladora por reinventarlo todo, incluso
su propia existencia. Vivió en medio de deudas a causa de sus gigantescos
proyectos, siempre fallidos o, en el caso de la literatura, inconclusos debido
a su repentina muerte (a «La comedia humana» le faltaron más de treinta
títulos. Tampoco terminó los «Cuentos donosos», de los que solo escribió las
tres primeras Decenas y algunos cuentos sueltos de las otras siete). Las farsas
rocambolescas —aunque inofensivas— que siempre contaba sobre sí a sus conocidos
eran una suerte de prolongación de la ficción que era su mundo. Quizás la
mitomanía solo se reserva para los escritores de genio. Los demás tendrían que
abstenerse para evitar el ridículo.
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