Gerardo Garcíarosales
Era las seis de la tarde del día
martes diecisiete de mayo. Me habían delegado una misión periodística casi
inusual. Partí de la capital hacia un lugar alto y descampado, situado en un
valle cercano a la cordillera. Como dije, iba en misión periodística, y tenía
que hacer un reportaje sobre la peculiar luna llena que se presentaría esa
noche, pues los reportes meteorológicos del observatorio de MontBlanc así lo
habían precisado.
El reporte daba cuenta que esa noche
la luna estaría más cerca de la tierra, por tanto, su brillo sería
desacostumbrado y extraordinario, un fenómeno que solo se repite cada setenta
años, para ser exactos.
El arribo a nuestra meta estaba cerca
y solo era cuestión de minutos. Mientras tanto, en ese ínterin, contemplaba
desde mi ventana la belleza nocturna del paisaje plateado. La luna, que ya
había salido entre las montañas, parecía estar hecha de sillares. La vista era
magnífica, clara.
Sería cerca de la medianoche. El
autobús marchaba veloz serpenteando el caudaloso río hasta vencer la penúltima
curva; pero, por aquellas cosas inexplicables del destino, el vehículo hizo un
repentino zigzagueo y, en segundos, fue a dar a las frías y turbulentas aguas.
Después que el pesado bus diera varias vueltas de campana, se hundió lentamente
arrastrado por la corriente. Lastimosamente, fueron pocos los que se salvaron.
Mi desconcierto fue terrible, pues el
accidente nos sorprendió cuando la mayoría dormía. Ante lo irreparable, el
instinto de conservación puso la fuerza y el coraje, y junto al acompañante que
compartía conmigo el mismo asiento, logramos llegar nadando hasta la orilla
opuesta. Realmente, la blancura resplandeciente de la luna fue nuestra
salvación, pues, como dije, iluminaba el cielo como si estuviese amaneciendo.
Una vez que logramos ganar la orilla,
nos sentamos extenuados sobre la húmeda arena para descansar; luego, después de
una reparadora tregua, y repuestos de aquel tremendo susto, nos pusimos a
caminar buscando una mano amiga que nos ayude a salir de aquel fatídico
incidente.
No sé cuánto tiempo transcurrió ni cuanta
distancia recorrimos, pero, cuando íbamos caminando, encontramos tendido sobre
las piedras un cuerpo sin vida, y nos aprestamos a auxiliarlo. Al acercarnos,
rápidamente pude reconocer que el rostro del fallecido era de mi ocasional
acompañante. Conmovido y astillado por la
impresión, me quedé anulado sin poder hacer nada, observando cómo él se perdía
entre la luz de la luna.
Todo se volvió en mí una desolación
inexplicable y, al instante, cuando reaccioné, aceleré el paso para huir de esa
cruel realidad; luego, más allá, me topé con otro cuerpo derribado sobre la
fría arena, entonces brotó en mí un sentimiento de solidaridad inexplicable, y
me acerqué a él para limpiarle el rostro y cerrarle los ojos. En ese preciso
momento sentí que sobre mí se posaba el peso resplandeciente de la luna,
acompañada de una paz desconocida que se hundió en mi corazón; fue entonces que
acaricié ese rostro, que era el mío.
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