jueves, 17 de enero de 2013

Luna cercana


Gerardo Garcíarosales



Era las seis de la tarde del día martes diecisiete de mayo. Me habían delegado una misión periodística casi inusual. Partí de la capital hacia un lugar alto y descampado, situado en un valle cercano a la cordillera. Como dije, iba en misión periodística, y tenía que hacer un reportaje sobre la peculiar luna llena que se presentaría esa noche, pues los reportes meteorológicos del observatorio de MontBlanc así lo habían precisado.
El reporte daba cuenta que esa noche la luna estaría más cerca de la tierra, por tanto, su brillo sería desacostumbrado y extraordinario, un fenómeno que solo se repite cada setenta años, para ser exactos.
El arribo a nuestra meta estaba cerca y solo era cuestión de minutos. Mientras tanto, en ese ínterin, contemplaba desde mi ventana la belleza nocturna del paisaje plateado. La luna, que ya había salido entre las montañas, parecía estar hecha de sillares. La vista era magnífica, clara.
Sería cerca de la medianoche. El autobús marchaba veloz serpenteando el caudaloso río hasta vencer la penúltima curva; pero, por aquellas cosas inexplicables del destino, el vehículo hizo un repentino zigzagueo y, en segundos, fue a dar a las frías y turbulentas aguas. Después que el pesado bus diera varias vueltas de campana, se hundió lentamente arrastrado por la corriente. Lastimosamente, fueron pocos los que se salvaron.
Mi desconcierto fue terrible, pues el accidente nos sorprendió cuando la mayoría dormía. Ante lo irreparable, el instinto de conservación puso la fuerza y el coraje, y junto al acompañante que compartía conmigo el mismo asiento, logramos llegar nadando hasta la orilla opuesta. Realmente, la blancura resplandeciente de la luna fue nuestra salvación, pues, como dije, iluminaba el cielo como si estuviese amaneciendo.
Una vez que logramos ganar la orilla, nos sentamos extenuados sobre la húmeda arena para descansar; luego, después de una reparadora tregua, y repuestos de aquel tremendo susto, nos pusimos a caminar buscando una mano amiga que nos ayude a salir de aquel fatídico incidente.
No sé cuánto tiempo transcurrió ni cuanta distancia recorrimos, pero, cuando íbamos caminando, encontramos tendido sobre las piedras un cuerpo sin vida, y nos aprestamos a auxiliarlo. Al acercarnos, rápidamente pude reconocer que el rostro del fallecido era de mi ocasional acompañante. Conmovido y astillado por la  impresión, me quedé anulado sin poder hacer nada, observando cómo él se perdía entre la luz de la luna.
Todo se volvió en mí una desolación inexplicable y, al instante, cuando reaccioné, aceleré el paso para huir de esa cruel realidad; luego, más allá, me topé con otro cuerpo derribado sobre la fría arena, entonces brotó en mí un sentimiento de solidaridad inexplicable, y me acerqué a él para limpiarle el rostro y cerrarle los ojos. En ese preciso momento sentí que sobre mí se posaba el peso resplandeciente de la luna, acompañada de una paz desconocida que se hundió en mi corazón; fue entonces que acaricié ese rostro, que era el mío.

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